Imperiale Art Gallery

Nora Kimelman es una reconocida artista uruguaya. Hace algunos  años ya, se embarca en proyectos personales que construyen una interacción con diferentes artistas visuales uruguayos. El  primer emprendimiento de este tipo se realizó en el Museo Nacional de Artes Visuales con una exposición llamada "Joya por joya". "Ancestros", su segundo emprendimiento, fue un proyecto  que integró artistas de las dos orillas del Río de la Plata, donde, junto a los antropólogos Daniel Vidart y Anabella Loy, se trabajó sobre la base de las primeras migraciones rioplatenses.

Hoy esta a cargo de la Imperiale Art Gallery. Este proyecto surge de un pedido del Keren Hayesod en el que se convocaron diferentes artistas para un evento a beneficio. Para esto se invitaron a destacados artistas visuales contemporáneos con motivo de difundir el buen arte uruguayo. Junto a Mónica Parker realizaron una selección de artistas que luego fueron invitados a participar en la galería.

El concepto fue "una galería de artistas para artistas". Esto hace que sea un lugar abierto para las propuestas ye el diálogo. Lo particular de la misma, es que es dirigida por artistas visuales, y apunta al arte contemporáneo uruguayo.
Los artistas que constituyen el núcleo de la galería, son muy destacados tanto en el Uruguay como en el extranjero, y han obtenido premios y reconocimientos.

La galería esta ubicada en la Parada 1 de Playa Brava, Entrepiso del Edificio Imperiale I. El horario de atención al publico es  todos los días de 18 a 23 horas, y los días lluviosos también por la mañana y por la tarde.

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“Rememorar”: ser judío en el mundo

altLa rememoración es el núcleo del espíritu judío de la historia. Rememorar el pasado llevándolo hacia el futuro, conectándolo de esa manera al futuro y allí, entre ambas dimensiones, la extensión del presente como escenario en el que se abre la experiencia divina. Rememorar el pasado, convocar el futuro; consagrar el presente, redimiéndolo.

El tiempo, para el pueblo judío, está determinado por el pasado que se vuelve presente, por lo que no puede existir para el hombre un presente que no sea consecuencia de ese pasado del que forma parte. El presente, entonces, es un presente-atravesado por la rememoración del pasado que lo consagra.

Es así que el tiempo bíblico –tiempo de lenguaje sagrado– es un futuro trasformado en pasado. Es la reminiscencia de la palabra de Dios, expresión de un tiempo por venir: morada del Reino. En el no-saber lo que vendrá habita la esperanza mesiánica en la que ese no-saber es un saber-de-Dios: el por-venir es su morada.

En la consagración de un tiempo sin historia encontramos la posibilidad de un presente, de un puro-presente. Es el tiempo de Dios, de la experiencia divina. La reminiscencia de un tiempo edénico en donde Dios crea y el hombre es dado a la vida; en donde Dios enfrenta al hombre al todo para que sea nombrado: “…y tal como cada ser viviente era nominado por el humano, así quedaba establecido su nombre. Y el humano le otorgó nombre a todos los animales (domésticos), y a los animales del cielo, y a toda bestia salvaje…” (Gén. 2: 19-20). Tiempo como puro-presente, en donde no existe pasado; así como Adán no tiene pasado, así del mismo modo no es posible concebir el futuro. En el tiempo edénico se está. Allí, el hombre se encuentra consagrado a su ser, se halla en-sí-mismado. Es el lugar de un lenguaje creador en el que habita su carácter sacro que, como escribió Gershom Scholem, “estaba inmediatamente vinculado, sin alteración, con el ser de las cosas que pretendía expresar. En aquel lenguaje resonaba todavía el eco divino, pues en el hálito del divino espíritu el movimiento lingüístico del creador se tornaba el de la criatura”.

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Woody Allen Revisitado

altDesde el mismo momento de los créditos de la película a uno lo invade una resignada sensación de “dejá vù”. Todo parece repetirse irremediablemente: la tipografía, la música, la escena que abre la película, y la sobre-explícita voz en off, recurso al que Allen ha recurrido demasiado a menudo últimamente, como si no tuviera ya confianza en su capacidad de narrar historias y construir significados a través de la trama, los diálogos, y la imagen. Woody Allen está viejo y parece sólo saber repetirse a sí mismo. Sigue siendo agudo y entretenido, pero ha perdido profundidad, y consecuentemente, se ha vuelto menos verosímil. Pareciera como que existe un mundo-allen, y si aceptamos tal presunción, entonces la película se torna amena; apenas. Como cuando vemos un western o James Bond o la serie “Duro de Matar”: sabemos a qué atenernos.

Hace no mucho leía en "Brecha" una entrevista al recientemente fallecido José Carbajal. En la misma él decía que sus veinte canciones famosas las escribió de muy joven, y después no pudo escribir más, si no quería correr el riesgo de repetirse o no ofrecer algo novedoso, mejor aun que lo anterior. De modo que pasó los siguientes años cantando sus viejos e inmortales temas y contando historias. Woody Allen sigue haciendo una película por año aplicando la misma receta una y otra vez; cada tantos años, surge una gran película: “Match Point” es la última de esta categoría. Mientras tanto, sigue abusando de la música de jazz que él ama y toca, de los paisajes y locaciones que descubrió una vez que abandonó su Nueva York original, y sigue reclutando fantásticos actores para interpretar complejos personajes allenianos, llenos de sueños, dudas, fracasos e incertidumbre.

“Conocerás al hombre de tus sueños” es nuevamente una trama hilvanada alrededor de personajes que buscan trascender: un septuagenario que intenta detener el envejecimiento (Anthony Hopkins); un médico que nunca ejerció y persiste en ser escritor (Josh Brolin), su esposa, que lucha por formar un hogar, mantenerlo, y tener una carrera profesional (Naomi Watts); y su madre (Gemma Jones), que busca a lo largo de toda la película motivos para creer. Por allí está Antonio Banderas en un pequeño y eficiente rol secundario, aunque comparta cartelera con sus colegas famosos, y la bella actriz de “Slumdog Millionaire” (Freida Pintos), junto con otros menos conocidos y siempre eficaces actores secundarios. Nadie puede negar que Woody Allen es un gran director de actores; todos los que trabajan para él (todos parecen querer trabajar para él) lo hacen en forma superlativa.  De modo que los personajes están bien resueltos.

Lo que no es lo mismo que decir que sean creíbles. Eso ya no es exclusivamente asunto del actor, sino del escritor que escribió el guión. Y si bien el final es abierto con excepción de una de las situaciones, y queda planteado el destino de cada uno de esos personajes, resulta bastante difícil no ya especular acerca del “qué” o del “cómo” sino de “por qué”. Con todo lo dialogado que es Woody Allen, más el agregado del narrador, los personajes no llegan a “redondearse”, para usar un término de E. M. Forster en su “Aspectos de la Novela”; quedan bastante chatos, como una torta que no leudó.

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Una historia con nombres y apellidos

Que el apellido es uno de los aspectos fundamentales en la constitución de la identidad de una persona, nadie lo discute. A lo largo de su historia, los judíos emplearon diversos nombres y apellidos, por elección en tiempos más o menos de paz; por imposición cuando resultaron víctimas de la Inquisición y el nazismo.   

Marcelo Benveniste, miembro fundador de la Asociación de Genealogía Judía de Argentina (AGJA) y director del portal eSefarad.com, sostiene que si bien “es muy difícil asegurar el origen de una persona en función de un apellido, pueden encontrarse características comunes en los grupos de personas de igual origen, ciudad, etc. En el caso de los judíos, la temática de los apellidos sefaradíes es bien distinta a la de los ashkenazim y tiene un punto clave en los tiempos de la inquisición del año 1492, donde los judíos que habitaban la península ibérica se vieron forzados a convertirse o a salir expulsados”.

“Entre quienes permanecieron en el lugar –continúa Benveniste-, algunos simularon una conversión manteniendo una vida judía en forma oculta y otros siguieron su 'nueva fe'. Tanto unos como otros mutaron sus nombres y apellidos para esconder el origen hebreo del mismo, tomando en muchos casos los nombres de lugares como Djaen, Ávila, Córdoba, Franco o Sevillano; aspectos físicos, como Moreno o Rubio; apellidos de sus oficios o profesiones como Guerrero o Sastre.”

“En muchos casos exageraron el nombre, de forma que no solo no sea un nombre judío, sino que sea expresamente católico como Iglesias, San Francisco, de la Cruz, etc. Por supuesto quienes fueron expulsados -la mayoría de ellos a distintas ciudades del Imperio Otomano- mantuvieron sus nombres bíblicos como Abraham, Israel o Levy o los de origen hispánico como Berro, Ferrera o Galante. Más tarde, la cultura de las localidades donde residían aportaron lo suyo, por lo que pueden encontrarse apellidos de origen turco, griego, italiano, árabe, etc.”, concluye.

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Adiós a la mujer que nos enseñó a ser chicos y nos hizo crecer

Hija de un ferroviario que tocaba el piano, creó una obra que preparó a más de una generación para ver el mundo y sentirlo. Desde joven, llamó la atención de grandes escritores. Trabajó con el disparate, hizo reír y se comprometió políticamente incluso cuando sus opiniones resultaban polémicas. La llora el país.

Aprendió canciones de sus padres, un irlandés y una argentina hija de andaluces. Fue él, un ferroviario que tocaba el piano, quien le cantaba en el enorme caserón de Ramos Mejía, donde María Elena Walsh nació el 1 de febrero de 1930. Era grande la casa, y ella, la escritora, la poeta, la música, la refutadora, la polemista, creció entre rosales y limoneros, entre gatos, leyendo historias fantásticas. A los 15 años publicó su primer poema en la revista El Hogar y en 1947, antes de terminar de cursar en la Escuela Nacional de Bellas Artes, de donde egresó como profesora de Dibujo y Pintura, salió su primer libro, Otoño imperdonable.

Se nos murió María Elena, porque se nos murió y no importa la edad. Ayer, a los 80 años, murió la mujer que nos educó sentimentalmente. La que nos preparó los ojos y los oídos para mirar el mundo, al revés y al derecho. Pudo haber sido en los 60, cuando escribió, entre otros, los libros, El reino del revés, Dailan Kifki o Tutú Marambá. O muchos años después, cuando publicó en este diario “Desventuras en el país jardín de infantes” (1979) o “La pena de muerte” (1991). Así que no importa la edad, todos nos matamos de risa cuando escuchábamos “El twist del mono Liso” y, más acá en el tiempo, se nos piantó una lágrima, después de tanto dolor, con canciones “Como la cigarra”. ¿Quién no sintió que le hablaban al oído cuando escuchaba “tantas veces me mataron/ tantas veces me morí ...” ?

“Otoño imperdonable” llamó la atención de grandes escritores, Borges, Silvina Ocampo y el español Juan Ramón Jiménez, entre otros. En 1951, Walsh publicó su segundo libro de poemas, Baladas con ángel. Por esa época, junto a la poeta y folclorista tucumana Leda Valladares, se autoexilió en París hasta 1956, donde formaron un dúo que cantaba canciones folclóricas. No le había gustado el aire que se respiraba con el peronismo, aunque fue capaz de reconocer los pasitos, pocos, pero contundentes, que daban las mujeres en ese tiempo. Muchos años después, en 1976, escribió “Eva”, un poema publicado en Canciones contra el mal de ojo, que dice: “No descanses en paz/ alza los brazos/ no para el día del renunciamiento/ sino para juntarte a las mujeres/con tu bandera redentora/ lavada en pólvora/ resucitando”. De aquellos años parisinos quedaron algunos discos, como “Chants d’Argentina” y los dos volúmenes de “Entre valles y quebradas”.

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Lapidación por frases

altGritar a favor de una musulmana que puede ser asesinada por musulmanes no está en el guión.

Publicado en La Vanguardia

Dicen que no la lapidarán, y el mundo suspira más tranquilo gracias a la suprema bondad de los supremos tiranos que gobiernan Irán. ¡Un gesto magnánimo!, recogen las agencias, y algunas cancillerías, que viven mejor negociando con la tiranía, se dan un respiro. Puede que la maten igualmente, después de montarle un juicio amañado, pero si no le tiran piedras y sólo la cuelgan, la cosa será más ordenada. ¿Su culpa? Ser mujer en un país gobernado por misóginos enfermos de fanatismo feudal. Pero ese no es nuestro tema. Y así Irán podrá continuar disparando contra estudiantes, asesinando a homosexuales, esclavizando a mujeres, riéndose del holocausto, amenazando con destruir a Israel y financiando terrorismo, y no pasa nada. De todas formas, y para alimento del optimismo, esta vez ha habido manifestaciones en algunos países. En algunos..., que no en España, país que concilia las manifestaciones más grandes de Europa cada vez que hay que vociferar contra Estados Unidos o contra Israel, pero que no oye ni ve cuando se trata de luchar contra las tiranías más temibles. ¿Será que en el planeta de la pancarta española los gritos contra las democracias sientan mejor que los que se dirigen contra las dictaduras? Será, porque ya sabemos que las únicas víctimas que preocupan en España son las palestinas o las saharauis. El resto vive en la agria indiferencia. ¡El silencio! El clamoroso, malvado, culpable silencio de nuestra izquierda más gritona ante tantas víctimas, tantas dictaduras, tanto dolor.

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El hombre de al lado

altLeonardo es un hombre de clase media burguesa dedicado al diseño, exitoso y brillante en su trabajo. Junto a su mujer y su hija vive en la ciudad de La Plata, en la única casa que el famoso arquitecto suizo Le Corbusier diseñó y construyó en toda América, un hecho para nada menor dentro del relato y del universo plástico de la película. Una mañana Leonardo se despierta por una serie de ruidos insistentes que al principio no consigue identificar. Se trata de un grupo de albañiles que acaban de abrir un boquete en una medianera vecina para instalar una ventana, cuya vista caerá de lleno dentro de su propia casa. Sorprendido e indignado, Leonardo ordena a los obreros que se detengan y que le informen al dueño de la propiedad lindera que no puede instalar una ventana ahí, violando su privacidad. El desgano con que los albañiles aceptan la orden resulta un preanuncio de lo que vendrá: lo próximo que sabrá Leonardo al respecto será a través de nuevos ruidos de obra. Desde su ventana, Leonardo conocerá a Víctor, el hombre de al lado, que asomado al boquete, intimidante con la voz arenosa y su físico robusto, impondrá los ritmos de la relación que ambos tendrán partir de allí. “Sólo quiero capturar unos rayitos de ese sol que a vos te sobra, Leonardo”, le dice Víctor al afortunado habitante de esa casa con piel de vidrio. El hombre de al lado también pone en juego la relación de clases: Leonardo no podrá sino sentirse intimidado por la intrusión de aquello Otro que llega desde afuera al intentar penetrar su mundo, a quitarle el espacio que, según él cree, le pertenece legítimamente. Primero de forma física y evidente, desde ese gran ojo abierto en la pared que mira dentro de su casa; luego desde lo personal: Víctor irá forzando una relación de intimidad que Leonardo quiere inútilmente rechazar. Lo otro irá ganando la curiosidad de Leonardo, su deseo; una admiración velada de rechazo. Como en las películas de Hitchcock y Polanski, la mirada de Leonardo, su propia subjetividad, irán construyendo a Víctor hasta convertirlo en obsesión. Ese hombre expuesto a la mirada de cientos de personas desconocidas que se acercan a ver la casa de vidrio de Le Corbusier rechaza e intenta someter y extirpar la mirada abandonada de ese vecino que busca robarle “unos rayitos de sol” y amenaza con mostrarlo tal como es.

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Las Consecuencias Morales de la Ignorancia

altDesde el meteórico éxito de Avigdor Lieberman y su partido, Israel Beteinu, y el constante  aumento de la retórica racista y las opiniones antidemocráticas entre los judíos israelíes, he estado luchando por comprender.  ¿Qué está sucediendo en Israel?  ¿Por qué se está volviendo xenófobo?  ¿Por qué nos estamos desviando del acostumbrado camino de nuestra tradición y de nuestro pueblo que enseña la fundamental igualdad de todos los seres humanos creados a imagen de Dios, y la responsabilidad de tratar con compasión y dignidad a todos los que vienen a residir dentro de nuestra comunidad? Las lecciones  que deben ser aprendidas de nuestra historia y la obligación legal judía de convertir nuestro pasado en un catalizador para llegar a ser abogados de los oprimidos, son conocidas por todos nosotros por igual.

Como en todos los casos, hay múltiples causas.  El trauma de la Shoá, la pérdida de confianza de que los palestinos, tanto en Israel como en la Ribera Occidental, acepten a Israel como la patria del pueblo judío, y la pérdida de esperanza de que la paz jamás prevalezca son bastantes razones para que los israelíes se sientan asediados e inseguros.

Hay, sin embargo, una causa más profunda y aún más fundamental. La mayoría de los israelíes judíos da por sentado que nosotros, como pueblo, merecemos y en realidad necesitamos nuestro propio estado como hogar nacional.  Aunque los judíos alrededor del mundo puedan a veces cuestionar la trascendencia de Israel en sus vidas, los israelíes no tienen ese dilema ni se pueden dar ese lujo.  Para los israelíes judíos,  el hecho que Israel sea un Estado Judío  es una necesidad existencial y un derecho manifiesto.  Para ellos, la cualidad de judío de Israel está expresada en primer lugar por la composición de la mayoría de sus ciudadanos.  Es judío en el sentido que “judía” es la identidad de la nación que constituye al Estado.  Para ellos, un Israel que no es judío en este sentido amenaza su existencia tanto nacional como individualmente.

Como resultado, si les preguntamos a muchos israelíes qué viene primero: lo judío de Israel o su democracia, la respuesta es lo primero.  Lo primero es una necesidad, mientras que lo segundo un lujo al que aspiran.  Una de las lecciones de nuestro pasado y el leit motif de Israel es, am Israel jai” – “el pueblo judío vive.”  Nuestra primera y primordial obligación, es vivir.

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La identidad vacía

Oscar Wilde visitó Nueva York a fines del siglo XIX. Un grupo de admiradores le hizo conocer, en esa ocasión, un flamante invento: el teléfono. Se le explicó que, si lo empleaba, podría hablar con Boston en un par de minutos. Wilde dejó correr su mirada por el extraño aparato. Luego, se volvió hacia sus anfitriones. “Y díganme -les preguntó-, ¿hablando de qué?”

Wilde había presentido una disparidad profunda que el siglo XX no haría más que acentuar: la disonancia entre la creciente posibilidad técnica de tomar contacto con los otros y la no menos creciente dificultad para poner en juego, en ese acercamiento, la propia subjetividad. Hoy, este contraste se ha agravado hasta convertirse en una contradicción. De ella proviene, en buena medida, la crisis de valores en la que hemos caído. Una crisis que, hace tres décadas, Edgar Morin supo reconocer: “Nos encontramos en un mundo que se nos presenta a la vez en evolución, en revolución, en progresión, en regresión y en peligro. Vivimos todo eso al unísono. Y nuestra incertidumbre consiste en no saber cuál de estos términos será, finalmente, el decisivo”.

Entre esos bienes mermados por el descrédito, el de la identidad personal es uno de los más afectados. Nada parece más difícil que derrotar los enmascaramientos que operan como sucedáneos de identidad en el esfuerzo tantas veces patético por alcanzar alguna forma de protagonismo personal. Paradójicamente, el relieve público logrado por lo irrelevante no puede ser mayor. La pobreza expresiva y la experiencia insustancial han alcanzado su hora de gloria en los medios masivos de comunicación. Ya no se trata sólo de la menguada calidad subjetiva de lo que se dice, sino del nuevo estatuto público cobrado por lo intrascendente.

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Los pechos de Sara

altQuizás tenía razón aquel que decía que "la belleza es un defecto con mucha fama". Pero sobre todo es una virtud con mucho negocio.

La belleza es muy superior al genio. "No necesita explicación", dijo Oscar Wilde, y viendo esa belleza casi perfecta que exhibe, con calmada naturalidad, la periodista de Telecinco, la malvada ironía de Wilde parece una verdad absoluta. Si, además, esa belleza desbordante que traspasa la pantalla se combina con una profesionalidad rigurosa, la suma resulta magnífica. La perfección no existe y, además, como dijo Susan Sontag, si existiera sería monstruosa. Pero Sara Carbonero se acerca a ese ideal de perfección física que armoniza los cánones de un tiempo con los estándares de siempre y el resultado es, a todas luces, extraordinario. Quizás por ello, o quizás porque en nuestras sociedades etéreas, tan faltas de amor, su beso con Iker Casillas subió la "felicidad" de todos nosotros –según aseguran los sociólogos–, lo cierto es que Sara forma parte del alma colectiva, a medio cambio entre lo simbólico y lo tangible. Por supuesto, ello no implica que su vida sea patrimonio ciudadano, ni que todo valga en el todo vale con que tratamos a los personajes populares.

Muy al contrario, algunos de los comentarios que sufrió cuando ejercía su profesión en el Mundial fueron desmedidos y muy soeces. Por ello mismo, no sé si este artículo es pertinente y me acerco a él con las excusas previas porque resulta evidente que nadie es nadie para hablar de las decisiones personales de otros. Sara Carbonero puede hacer con su cuerpo y con su vida lo que le dé la gana, y la sola necesidad de escribir esta frase ya debe ser una impertinencia. Pero en tanto que símbolo, malgré elle même, que proyecta una poderosa imagen, sueño de muchos y mito de muchos más, es difícil sustraerse a la tentación de hablar de la última noticia que ha protagonizado, no en vano si su beso es patrimonio nacional, ¿qué no serán sus pechos? Sara ha pasado por el quirófano para engrandecer su busto, y la noticia ha chispeado en los teletipos como si fuera el rayo que no cesa.

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