La identidad vacía

Oscar Wilde visitó Nueva York a fines del siglo XIX. Un grupo de admiradores le hizo conocer, en esa ocasión, un flamante invento: el teléfono. Se le explicó que, si lo empleaba, podría hablar con Boston en un par de minutos. Wilde dejó correr su mirada por el extraño aparato. Luego, se volvió hacia sus anfitriones. “Y díganme -les preguntó-, ¿hablando de qué?”

Wilde había presentido una disparidad profunda que el siglo XX no haría más que acentuar: la disonancia entre la creciente posibilidad técnica de tomar contacto con los otros y la no menos creciente dificultad para poner en juego, en ese acercamiento, la propia subjetividad. Hoy, este contraste se ha agravado hasta convertirse en una contradicción. De ella proviene, en buena medida, la crisis de valores en la que hemos caído. Una crisis que, hace tres décadas, Edgar Morin supo reconocer: “Nos encontramos en un mundo que se nos presenta a la vez en evolución, en revolución, en progresión, en regresión y en peligro. Vivimos todo eso al unísono. Y nuestra incertidumbre consiste en no saber cuál de estos términos será, finalmente, el decisivo”.

Entre esos bienes mermados por el descrédito, el de la identidad personal es uno de los más afectados. Nada parece más difícil que derrotar los enmascaramientos que operan como sucedáneos de identidad en el esfuerzo tantas veces patético por alcanzar alguna forma de protagonismo personal. Paradójicamente, el relieve público logrado por lo irrelevante no puede ser mayor. La pobreza expresiva y la experiencia insustancial han alcanzado su hora de gloria en los medios masivos de comunicación. Ya no se trata sólo de la menguada calidad subjetiva de lo que se dice, sino del nuevo estatuto público cobrado por lo intrascendente.


Pero no sólo la vulgaridad y la mediocridad contribuyen al auge de lo irrelevante. El sentimiento de inconsistencia subjetiva cuenta, además, con otras herramientas para transformar su miseria en presunta virtud. A lo soez, concebido como paradigma de autenticidad comunicativa, se acopla en nuestros días la arremetida aluvional de lo privado sobre lo público; un repertorio de costumbres agresivas cada vez más afianzado que violenta y echa por tierra la creencia de que los espacios compartidos con otros exigen cierto recato personal, alguna discreción. Hoy, los bares y restaurantes, por no referirme sino a lo más a mano, son auténticas zonas liberadas a la adicción telefónica. Llamadas realizadas o respondidas por celulares a viva voz, por no decir a los gritos, convierten esos lugares, otrora gratos, en auténticos vaciaderos informativos. Desde cada mesa se arroja hacia las demás un alud contaminante de noticias, opiniones, órdenes y contraórdenes, lamentos y fervores, que no revisten interés más que para aquel que lo recibe o emite.

Esta guerra de las voces, ejercida por todos contra todos mediante el malón telefónico que desató la época, presume que a nadie perturbamos evacuando en público lo que es absolutamente privado. Y así será mientras sigamos creyendo que nadie cuenta, salvo nosotros mismos, ocupantes exclusivos de un espacio que fue común y ya no vale como tal.

La irrelevancia del prójimo cunde por donde se mire. Y cuanto más y mejor se mire, se verá que se multiplican los escenarios donde ella irrumpe. La desconsideración de los demás y la propia y encubierta subestimación se complementan necesariamente. Enlazadas, ellas acentúan las sombras que oscurecen el panorama psicosocial de nuestro tiempo.

¿Servirá de algún consuelo recordar que este triste fenómeno de la búsqueda de protagonismo a cualquier precio no es nuevo, aun cuando haya modernizado sus recursos de supervivencia? Ya en 1908, Miguel de Unamuno estaba persuadido de que el hombre había “adquirido la costumbre de desdeñar a los desconocidos”.

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