Adiós a la mujer que nos enseñó a ser chicos y nos hizo crecer

Hija de un ferroviario que tocaba el piano, creó una obra que preparó a más de una generación para ver el mundo y sentirlo. Desde joven, llamó la atención de grandes escritores. Trabajó con el disparate, hizo reír y se comprometió políticamente incluso cuando sus opiniones resultaban polémicas. La llora el país.

Aprendió canciones de sus padres, un irlandés y una argentina hija de andaluces. Fue él, un ferroviario que tocaba el piano, quien le cantaba en el enorme caserón de Ramos Mejía, donde María Elena Walsh nació el 1 de febrero de 1930. Era grande la casa, y ella, la escritora, la poeta, la música, la refutadora, la polemista, creció entre rosales y limoneros, entre gatos, leyendo historias fantásticas. A los 15 años publicó su primer poema en la revista El Hogar y en 1947, antes de terminar de cursar en la Escuela Nacional de Bellas Artes, de donde egresó como profesora de Dibujo y Pintura, salió su primer libro, Otoño imperdonable.

Se nos murió María Elena, porque se nos murió y no importa la edad. Ayer, a los 80 años, murió la mujer que nos educó sentimentalmente. La que nos preparó los ojos y los oídos para mirar el mundo, al revés y al derecho. Pudo haber sido en los 60, cuando escribió, entre otros, los libros, El reino del revés, Dailan Kifki o Tutú Marambá. O muchos años después, cuando publicó en este diario “Desventuras en el país jardín de infantes” (1979) o “La pena de muerte” (1991). Así que no importa la edad, todos nos matamos de risa cuando escuchábamos “El twist del mono Liso” y, más acá en el tiempo, se nos piantó una lágrima, después de tanto dolor, con canciones “Como la cigarra”. ¿Quién no sintió que le hablaban al oído cuando escuchaba “tantas veces me mataron/ tantas veces me morí ...” ?

“Otoño imperdonable” llamó la atención de grandes escritores, Borges, Silvina Ocampo y el español Juan Ramón Jiménez, entre otros. En 1951, Walsh publicó su segundo libro de poemas, Baladas con ángel. Por esa época, junto a la poeta y folclorista tucumana Leda Valladares, se autoexilió en París hasta 1956, donde formaron un dúo que cantaba canciones folclóricas. No le había gustado el aire que se respiraba con el peronismo, aunque fue capaz de reconocer los pasitos, pocos, pero contundentes, que daban las mujeres en ese tiempo. Muchos años después, en 1976, escribió “Eva”, un poema publicado en Canciones contra el mal de ojo, que dice: “No descanses en paz/ alza los brazos/ no para el día del renunciamiento/ sino para juntarte a las mujeres/con tu bandera redentora/ lavada en pólvora/ resucitando”. De aquellos años parisinos quedaron algunos discos, como “Chants d’Argentina” y los dos volúmenes de “Entre valles y quebradas”.

Fue en Francia. Sí, cuando empezaron a aparecer los disparates: las vacas que estudiaban en Humahuaca, las tortugas que se enamoraban y dejaban Pehuajó, los castillos que se quedaban solos, sin princesas ni caballeros, las estatuas que le daban “no sé qué” porque cuando llovía no podían salir en pareja con paraguas. Cuando regresó a la Argentina, grabó cuatro discos, algunos con Valladares, que sonaron fuerte en el mundo de los niños, tanto que esos disparates son leyendas que se pasan de abuelos a hijos, de tíos a sobrinos, de boca en boca. De ese regreso, de esa época, son también dos de sus grandes obras de teatro para chicos: “Doña Disparate y Bambuco” y “Canciones para mirar”, estrenada en el Teatro San Martín. Y algunos libros, como Cuentopos de Gulubú o El reino del revés ya pasaron las veinte ediciones.

Hacía mucho tiempo que ya no quería dar entrevistas. Y si María Elena Walsh nos acompañó de chicos, nos hizo dormir, reír, tomar el té, estuvo ahí cuando tuvimos la edad suficiente como para comprender que alguien –algunos– pretendían dejarnos encerrados para siempre en un “país jardín de infantes”. En 1979, plena dictadura militar, escribió en una nota para Clarín: “Todos tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de borrar ya incrustada en el cerebro. Pataleamos y lloramos hasta formar un inmenso río de mocos que va a dar a la mar de lágrimas y sangre que supimos conseguir en esta castigadora tierra”. Esas palabras fueron –son– un mojón en la historia del periodismo argentino y generaron, también, una gran polémica, porque muchos creyeron leer allí una cierta liviandad en el tratamiento de la represión. Un año antes, en 1978, había decidido dejar de componer y de cantar en público. Cuando en 1991, durante el gobierno de Carlos Menem, se debatía en el país la posibilidad de implementar la pena de muerte, Walsh escribió, y vale la pena recordarlo ahora, “cada vez que se alude a este escarmiento la humanidad retrocede en cuatro patas”.

En 1985 fue designada Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires y, ese mismo año y hasta 1989, integró el Consejo para la Consolidación de la Democracia. La había nombrado el ex presidente Raúl Alfonsín. Cuando en 1997 publicó en el diario La Nación la carta abierta “La carpa también debe tomarse vacaciones”, en la que invitaba a los docentes a levantar la Carpa Blanca que habían instalado en el Congreso, también supo de algunos distanciamientos. “No puede haber función interminable, que abusar del tiempo irrita al público, que es gesto de dignidad cerrar el telón tras los aplausos y antes de la decadencia”, decía Walsh. Y no fue lo único que dijo o escribió antes de declarar que se había quedado “sin palabras”. Algunos años después, en una entrevista que le dio sin muchas ganas a la revista Ñ, pese a lo que habló de todo y con todo el fuego del que disponía, confesó: “Mis amigos me dicen: ‘¿cuándo armás un revuelo?’. Pero aclaremos que yo nunca me propuse armar revuelo, se armó sólo. Y ya, en un momento dado, me gustó más el silencio que la opinión. Porque me quedé sin palabras. Desde hace un tiempo no he tenido ni tengo ganas de tratat ningún tema de esos. Que alguien tome la posta”. Para esa momento, 2004, de los diarios leía solamente los chistes y el horóscopo. Acababa de publicar uno de sus últimos libros, ¡Cuánto cuento!, una antología de narraciones infantiles, a los que su sumaban dos historias inéditas.

No le gustaba Harry Potter, pero sí Piñón Fijo, el payaso que, según decía, “hace docencia”. Le encantó El pasado, de Alan Pauls, las crónicas de Martín Caparrós y los cuentos de Hebe Uhart. Eso, de los últimos años. Porque antes había contado que “nos hicimos niños con La cabaña del tío Tom y adolescentes con Martínez Estrada. Nos hicimos mujeres con Simone de Beauvoir y hombres con Conrad”. Amaba a Borges, a Doris Lessing, el Siglo de Oro español y a Susan Sontag. Le gustaban los libros. “Donde no hay libros hace frío. Vale para las casas, las ciudades, los países. Un frío cataclismo, un páramo de amnesia”, decía.

En 2008 publicó Fantasmas en el parque, una suerte de autobiografía, de continuación de Novios de antaño (1990), su primera novela para adultos. Fantasmas... es un libro sobre el amor, los encuentros, los desencuentros. La vejez. El dolor. Otra vez el amor, sin palabras lavadas ni disimulos. Un libro en el que habla por primera vez de su amor por la fotógrafa Sara Facio, ahí, sentada en el verde del parque Las Heras. Del cáncer, que le diagnosticaron en 1981, cuando tenía 50 años.

Se fueron las princesas y los caballeros. Las estatuas. Manuelita, detrás de su tortugo. El reino del revés y Osías, el osito que quería comprar en un bazar un cielo bien celeste. Se fue Doña Disparate. Nos queda su universo.


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