Testimonio

Nos preguntan cómo estamos. Ojala pudiésemos contestar algo sustancial. Creo que la vivencia es a la vez colectiva e individual.  En realidad estamos bendecidos; porque estamos completamente seguros, de momento, en lo físico y a nivel familiar. En Kfar Saba casi no han sonado alarmas todavía. Y junto a ello, estamos como congelados en el tiempo desde el sábado pasado; eran las 6:34 cuando sonó algo que entendí era una sirena pero a lo que no atine a responder demasiado en ese momento. En cuanto paso fui a la tv donde aún no decían nada. Desde entonces no he dejado la TV salvo para estar con con mis nietos o visitar a mama.  Mirar las noticias se ha convertido en una especie de auto-agresión, porque además de mantenerte informado – lo que es necesario – es una pantalla: te ata, te paraliza, te adicciona. Hago otra cosa y no veo el momento de sentarme a escuchar otra vez que ha pasado. Y casi nada ha pasado, porque lo que pase no transcurre en unidades de minutos o de horas, nos hablan de semanas y meses, hay quien ha mencionado más de un ano.

El tiempo se paró. Nos vamos a acostar muy tarde, pasadas la 1AM, y muchos días amanecemos tarde después de un sueño que por momentos es una especie de desvelo, saturado de sueños extraños. Me levanto con una alienación y vacío que me llevan a hacer exactamente lo que hice el día anterior. Cuando soy consciente, me doy cuenta que apenas estoy respirando, que el aire se queda arriba, apenas lo necesario para que el oxígeno llegue donde tiene que llegar. Porque evidentemente estoy viva, pero congelada.  Compartir vida con mi hija y su familia, es eso – fuente de vida, porque los niños son un dinamo, allí no se para, aunque amigos hayan caído, aunque haya que ir a shivot. Desde una especie de automatismo, me visto, voy a cuidarlos, arañando pedacitos de energía que quedan allí y allá.

Ver a mama y sentir su tristeza, su fragilidad, me hacen pensar con tristeza cuan profunda ha de ser la rotura de su sueño y su ideal personal.  Quiere la historia que el apocalipsis de este país se haya colado por los kibutzim, que haya afectado a los descendientes de familias que en su momento llegaron aquí para, como dicen ellos mismos – «leafriaj et hashmama», hacer florecer la tierra baldía. No existe, me parece, una más perfecta y simbólica rotura del sueño sionista.

En mis fantasías, e inspirada por las olas de voluntariado que se dan en todo el país, visualizo, en un futuro no demasiado lejano, masas bajando al sur y ayudando a reconstruir esos lugares. Me veo por un momento bajando con tantos otros al sur por unas semanas, recogiendo otra vez naranjas o pelando papas en la cocina de un kibutz, como lo hice por muy poco tiempo cuando llegue a Israel. Al escuchar a los que allí viven, pienso que vendrá una ola de post-post sionismo que hará resurgir aquel sionismo antiguo y naif del que nuestros padres tomaron parte por algún tiempo.

Pero seguramente yo no baje al sur a recoger las naranjas. O si lo hago sea a modo de homenaje. A esta tierra y a este idioma que nunca han encontrado una buena traducción, una cabal, para la palabra «bienestar».

Dalia Silberstein desde Israel