Iom Kipur: un asunto de identidades.

Palabras previas a Izkor en la NCI de Montevideo:

Iom Kipúr es un día extenso y lleno de plegarias y rituales.

  • En Kol Nidre nos convocamos, congregamos, e invocamos,.
  • En Izkor nos vamos agrupando de a poco, más bien entre susurros, mientras algunos leen la Torá; nos une el recuerdo, el dolor, y el silencio.
  • Nehilá nos encontrará de pie, de blanco, expectantes, y con hambre. En poco tiempo sonará el Shofar y sí, habremos transitado IK. La vida sigue.

En todas estas instancias, estamos juntos, hombro con hombro, literalmente más apretados, que nunca.

Al mismo tiempo, cada Iom Kipur supone mojones personales en la vida de cada uno. En mi caso, Iom Kipur marcará siempre un antes y un después, un momento de quiebre.

En ningún momento del año somos más permeables y sensibles a una vivencia espiritual y humana como en Izkor. Por eso quiero hablarle a mi comunidad desde el corazón; desde MI corazón.

Haciendo alusión al libro de Amos Oz y su hija Fania, “Los Judíos y las Palabras”, quiero aprovechar este espacio y tiempo de sensibilidades cruzadas para hacernos las siguientes preguntas:

  1. ¿Cómo vivimos en comunidad?
  2. ¿Qué tipo de judíos somos?
  3. ¿Qué actitudes asumimos frente a nuestra identidad?

Tal vez podamos encontrar algunas respuestas, aunque sea tentativas, en los textos de nuestra tradición, palabras contadas o escritas por otros buenos judíos como nosotros que generan lo que los Oz llaman “genealogía de la palabra”

Voy a compartir con ustedes un cuento jasídico.

Un señor feudal encomienda a su sirviente, Moshke, la concreción de un capricho: la compra de un caballo con una mancha en la frente y la cola plateada; un caballo único y especial.  Moshke sale al camino en busca del caballo con 100 rublos en el bolsillo. Se dirige a la feria del pueblo donde, para su suerte, apenas llega encuentra un hombre que tiene el caballo en cuestión. Este hombre, que no es judío, está cantando una melodía, un nigún. Moshke le pide que se lo enseñe, a lo cual el hombre accede previo pago de 50 rublos. Al instante, como por acto de magia, están cantando al unísono esa melodía. Moshke entonces pide que le vendan el caballo, a lo cual el hombre le contesta “vale cien rublos”; Moshke le dice “cincuenta te pague, sumo otros cincuenta”, el hombre le contesta no, cincuenta pagaste por el nigún, te faltan cincuenta. Moshke sigue su camino y vuelve a encontrarse con otro hombre que tiene otro caballo igual y también está cantando una melodía que, oh casualidad, completa la que había aprendido del  hombre anterior. Moshke vuelve a pagar 50 rublos por ella, pero, sin más dinero, vuelve a quedarse sin el caballo. Por lo tanto, el señor feudal echa a Moshke y su familia que salen a recorrer los caminos munidos solamente de su melodía. En el frío, con hambre, en la pobreza total, el nigún no cesa. Hasta que llegan a una gran ciudad y visitan al Rebbe. Éste les pregunta, de dónde vienen, a dónde van, dónde dormirán. Pero ellos no pueden hablar, sólo atinan a tararear el nigún. Todos los alumnos y sabios que rodeaban al Rebbe se ríen y burlan, pero el Rebbe, desbordado por su propio asombro y entusiasmo, les dice: ¿acaso son sordos? ¿no pueden escuchar? Esta es la melodía que esperábamos desde siempre. Ésta es la melodía que cantaremos cuando llegue el Mashiaj.

En este momento estamos entre dos lecturas: los ritos prescriptos por la Torá en Levítico y las profecías de Isaías. Entre la mecánica primitiva, detallada, y dura de un pueblo en el desierto, y las contradicciones y aspiraciones de una nación. Como en el cuento jasídico: ¿sabemos escuchar? El Levítico nos pide rigor y exactitud, obediencia y recogimiento. El profeta Isaías nos pide coherencia e intención, “kavaná”.

¿Qué tipo de comunidad somos? No son preguntas retóricas. Estoy convencido que la NCI es una comunidad atenta, abierta, coherente, y diversa. Poco importa un caballo con una mancha en la frente y la cola plateada: no es el objeto ni el  detalle que hacen a la cosa, sino el espíritu que ponemos cuando lo hacemos. Mucho menos importa si creemos o no en la llegada del Mashiaj; la cuestión es qué hacemos mientras el tiempo pasa.

En tren de pensarnos como judíos, el rabino Donniel Hartman propone una forma muy “rabínica” de definir lo judío: por pares, u opciones. Hoy quiero proponerles pensar en función de uno de ellos: aquel en el cual un libro de la Torá nos define.

¿Somos judíos de Génesis, Bereshit, o judíos de Shmot, Éxodo? Vale decir: somos judíos por simplemente haber nacido tales, como nos enseña el libro de Génesis a través de la historia de nuestros patriarcas; o somos judíos porque pactamos con dios, como nos enseña el libro de Éxodo en el episodio del Sinaí. ¿Somos familia, o somos pueblo? ¿Trascendemos el espacio familiar y hasta el puramente social para vernos como un colectivo con una misión, o nos quedamos en la confortable charla de salón de una sobremesa?  ¿Somos judíos de tiendas adentro, encerrados en nosotros mismos, o somos aquellos caminantes del desierto en búsqueda de una promesa, enfrentando desafíos como atravesar un mar?

Creo que somos judíos de Génesis en la medida que, como nuestros patriarcas, queremos formar una gran y trans-generacional familia judía. Somos judíos de Éxodo en la medida en que, año a año, en cada oportunidad del calendario, renovamos nuestro pacto: no sólo nacemos judíos, elegimos serlo. Somos de alguna manera los hijos de Iaacov que se convirtieron en los Hijos de Israel: de familia a pueblo, la transición está en los destinos y desafíos que juntos encaramos.

Por último, quiero compartir, una vez más, un poema del poeta hebreo Iehuda Amijai:

 

También para una plegaria personal se precisan dos:

Siempre uno que se balancea

Y el otro que no se mueve es el dios.

Pero cuando mi padre rezaba él se quedaba en su lugar

Inclinado y quieto, y obligaba al dios a moverse

Como un junco y rezarle a mi padre.

 

En IK más que nunca pensamos no sólo en cómo abordamos a dios sino qué dios queremos abordar. Si queremos un dios rígido como una vara o flexible como un junco.

En IK nos planteamos si somos el que se mueve o el que se queda quieto. Obligar “al dios a moverse” no es más que aumentar nuestra auto-exigencia respecto de cómo lo entendemos.

“Inclinados y quietos” estaremos ahora, en minutos, tratando no ya de comprender, sino de sentirnos parte de un mar de juncos.

Y por último: siempre sabremos que hasta para una plegaria personal como Izkor se precisan no ya dos sino multitudes, Minián. Unos nos balanceamos, otros nos quedamos quietos, tal vez inclinados, tal vez no.

Como el dios que buscamos, seamos juncos y no varas.

Ianai Silberstein