La Irresistible Ascensión (y Caída) de Bibi Netanyahu (*)

Anshel Pfeffer, The Atlantic, 2 de abril de 2024

Si Benjamín Netanyahu hubiera aceptado la derrota en junio de 2021, terminando por ceder el escenario a una coalición de sus oponentes, podría haberse retirado a la edad de 71 años con una reivindicación respetable de haber sido uno de los primeros ministros más exitosos de Israel.

Ya había superado el tiempo en el cargo del fundador de Israel, David Ben-Gurion, convirtiéndose en 2019 en el primer ministro del país con más años en el cargo. Su segundo período en la función, de 2009 a 2021, coincidió probablemente con los mejores 12 años que Israel conoció desde su fundación en 1948. El país gozaba de relativa seguridad, sin guerras importantes ni intifadas prolongadas. El periodo fue uno de crecimiento económico y prosperidad ininterrumpidos. Gracias a la adopción temprana de la vacunación generalizada, Israel fue uno de los primeros países del mundo en salir de la pandemia del coronavirus. Y hacia el final de ese período surgieron tres acuerdos de establecimiento de relaciones diplomáticas con países árabes, con probablemente más en camino.

Doce años de liderazgo de Netanyahu aparentemente habían hecho a Israel más seguro y próspero, con profundos lazos comerciales y de defensa a lo largo y ancho del mundo. Pero esto no era suficiente para ganarle otro mandato. La mayoría de los israelíes se habían cansado de él, y había sido acusado de soborno y fraude en sus tratos con multimillonarios y barones de la prensa. En el espacio de 24 meses, Israel llevó a cabo cuatro elecciones que terminaron en punto muerto, sin que Netanyahu ni sus rivales obtuvieran una mayoría. Finalmente, una improbable alianza de partidos de derecha, de centro, de izquierda e islamistas logró unirse y reemplazarlo por su ex ayudante Naftali Bennett en junio de 2021.

En ese momento, Netanyahu podía haber sellado su legado. Un acuerdo de culpabilidad ofrecido por el fiscal general habría dado fin a su juicio por corrupción con una condena por cargos reducidos y sin pasar tiempo en la cárcel. Habría tenido que abandonar la política, probablemente para siempre. A lo largo de cuatro décadas en la vida pública, incluidos 15 años como primer ministro y 22 como líder del partido Likud, ya había dejado una marca indeleble en Israel, dominando la segunda mitad de su historia. Pero no podía soportar la idea de renunciar al poder.

En apenas 18 meses regresó como primer ministro por tercera vez. La coalición difícil de manejar que lo había reemplazó terminó por implosionar, y esta vez el campo de Netanyahu de partidos de extrema derecha y religiosos llevó a cabo una campaña disciplinada, explotando las debilidades de sus rivales divididos para emerger con una pequeña mayoría parlamentaria, a pesar de haber un virtual empate en el recuento de votos.

Nueve meses después, Netanyahu, el hombre que prometió, por encima de todo, brindar seguridad a los ciudadanos de Israel, presidió el día más oscuro en la existencia de su país. Un colapso total de la estructura militar y de inteligencia israelí permitió a Hamás violar la frontera de Israel y embarcarse en un desmadre de asesinatos, secuestros y violaciones, matando a más de 1.100 israelíes y tomando más de 250 rehenes. Ese día calamitoso, los fracasos del liderazgo que condujeron a él y los traumas que causó perseguirán a Israel por generaciones. Incluso dejando de lado por completo la guerra que ha llevado a cabo desde ese día y su final aún desconocido, el 7 de octubre significa que Netanyahu siempre será recordado como el peor líder de Israel.

¿Cómo se mide a un primer ministro?

No existe una clasificación ampliamente aceptada de los 13 hombres y una mujer que han liderado Israel, pero la mayoría de las listas incluirían a David Ben-Gurion en el primer lugar. No solo fue el George Washington del estado judío, proclamando su independencia solo tres años después de que un tercio del pueblo judío hubiera sido exterminado en el Holocausto, sino que su administración estableció muchas de las instituciones y políticas que definen a Israel hasta el día de hoy. Otros favoritos incluyen a Levi Eshkol, por su liderazgo astuto y prudente en las tensas semanas previas a la Guerra de los Seis Días, y Menajem Begin, por lograr el primer acuerdo de paz del país con una nación árabe, Egipto.

Los tres hombres tuvieron situaciones mixtas y detractores, por supuesto. Ben-Gurion tenía tendencias autocráticas y fue consumido por las luchas internas del partido durante sus últimos años en el cargo. Después de la Guerra de los Seis Días, Eshkol no logró presentar un plan coherente sobre lo que Israel debería hacer con los nuevos territorios que ocupó y los palestinos que han permanecido bajo su dominio desde entonces. En el segundo mandato de Begin, Israel entró en una guerra desastrosa en el Líbano y su gobierno casi hundió la economía. Pero en la mente de la mayoría de los israelíes, los legados positivos de estos líderes superan los negativos.

¿Quiénes son los “peores primeros ministros”? Hasta ahora, la mayoría de los israelíes consideraban a Golda Meir como la principal candidata para ese sombrío título. La falla de inteligencia que condujo a la Guerra de Iom Kipur ocurrió durante su mandato. Antes de la guerra, rechazó las propuestas egipcias para la paz (aunque algunos historiadores israelíes han argumentado recientemente que no eran sinceras en realidad). Y cuando la guerra fue claramente inminente, su administración se abstuvo de lanzar ataques preventivos que podrían haber salvado la vida de cientos de soldados.

Otros “peores” candidatos han incluido a Ehud Olmert, por lanzar la segunda guerra del Líbano y convertirse en el primer ex primer ministro de Israel en ir a prisión por corrupción; Yitzhak Shamir, por arruinar un acuerdo con el rey Hussein de Jordania que muchos creen que podría haber sido un paso significativo hacia la resolución del conflicto palestino-israelí; y Ehud Barak, por fracasar espectacularmente en el cumplimiento de sus extravagantes promesas de traer la paz tanto con los palestinos como con Siria.

Pero Benjamín Netanyahu ahora supera a estos contendientes en una magnitud largamente superior. Ha traído a los extremistas de derecha a la corriente principal del gobierno y ha hecho que el mismo y el país sean sus rehenes. Su corrupción es llamativa. Y ha tomado las terribles decisiones en materia de seguridad que llevaron al país que se comprometió a liderar y proteger a un peligro existencial. Sobre todo, su egoísmo no tiene paralelo: ha puesto sus propios intereses personales por encima de los de Israel en todo momento.

Netanyahu tiene la distinción de ser el único primer ministro israelí en llevar a un movimiento político repudiado de extrema derecha del país a ser parte del gobierno.

El rabino Meir Kahane, fundador de un grupo judío supremacista llamado Kach, había ganado un escaño solitario en la Knesset en 1984. Pidió abiertamente que se sustituyera la democracia israelí por una constitución basada en las leyes de la Torá y que se negara a los ciudadanos árabes de Israel la igualdad de derechos. Durante el único período legislativo de Kahane, todo el establishment político israelí lo rechazó. Cuando se levantaba para hablar en la Knesset, el resto de los miembros salían del pleno.

En 1985, el Likud se unió a otros partidos para cambiar la ley electoral para que se prohibiera la postulación a un cargo público a quienes negaran la identidad democrática de Israel, negaran su identidad judía o incitaran al racismo. Bajo esta disposición, a Kach nunca se le permitió competir en otra elección. Kahane fue asesinado en Nueva York en 1990. Cuatro años después, un miembro de su movimiento mató a 29 musulmanes mientras rezaban en Hebrón, y el gobierno israelí proscribió a Kach como organización terrorista y la obligó a disolverse.

Pero los kahanistas no desaparecieron. En cada elección israelí intentaron cambiar el nombre de su movimiento y ajustar su plataforma para que cumpliera con la ley electoral. Permanecieron en el ostracismo. Pero entonces, en 2019, Netanyahu vio que podrían ayudarle a superar un obstáculo en su camino hacia la reelección.

Varios partidos israelíes se habían comprometido a no ser parte de un gobierno liderado por un primer ministro acusado; posiblemente en cantidad suficiente como para evitar que Netanyahu llegara al poder. Para evitar que eso sucediera, Netanyahu necesitaba obtener todos los votos posibles de los partidos de derecha y religiosos para su potencial coalición. Las encuestas predecían que la última iteración kahanista, el partido Poder Judío, liderado por el matón pero conocedor de los medios Itamar Ben-Gvir, recibiría solo unos 10.000 votos, muy por debajo del umbral necesario para hacer del partido un jugador por sí mismo; pero Netanyahu creía que si podía persuadir a los kahanistas y a otros pequeños partidos de derecha para que fusionaran las listas de sus candidatos en una lista conjunta, juntos podrían ganar un escaño o dos para su potencial coalición, justo lo que necesitaba para obtener la mayoría.

Netanyahu comenzó a presionar a los líderes de los pequeños partidos de derecha para que fusionaran sus listas. Al principio, los más grandes de entre ellos estaban furiosos. Netanyahu estaba entrometiéndose en sus asuntos y, lo que es peor, tratando de obligarlos a aceptar a los parias kahanistas. Gradualmente les ganó por cansancio, utilizando rabinos para persuadir a los políticos, orquestando campañas mediáticas en la prensa nacionalista y prometiéndoles roles centrales en futuras administraciones. Figuras de los medios cercanas a Netanyahu acusaron a Bezalel Smotrich, un colono fundamentalista y el nuevo líder del partido religioso sionista, de “poner en peligro” a la nación al facilitar que la odiada izquierda ganara las elecciones. Muy pronto, el partido nacional-religioso de la vieja escuela de Smotrich se fusionó no solo con el Poder Judío de Ben-Gvir, sino con un partido aún más oscuro y orgullosamente homofóbico dirigido por Avi Maoz.

Netanyahu llegó a preocuparse un poco por la imagen. A lo largo de las cinco campañas electorales estancadas en un punto muerto de 2019 a 2022, el Likud se coordinó estrechamente con Poder Judío, pero Netanyahu se negó a ser visto en público con Ben-Gvir. Durante la campaña de 2022, en un festival religioso, incluso esperó detrás del escenario a que Ben-Gvir abandonara el lugar antes de subir a pronunciar su discurso.

Dos semanas después, ya no había necesidad de fingir. La estrategia de Netanyahu tuvo éxito: su coalición, fusionada en cuatro listas, superó a sus contenciosos oponentes con 64 de los 120 escaños de la Knesset.

Netanyahu finalmente obtuvo el gobierno de “derecha en pleno” que a menudo había prometido. Pero antes de que pudiera regresar a la oficina del primer ministro, sus aliados exigieron una división del botín. Los ministerios con mayor influencia en la vida cotidiana de los israelíes (salud, vivienda, servicios sociales e interior) fueron a los partidos ultraortodoxos. Smotrich se convirtió en ministro de finanzas; Maoz fue nombrado viceministro a cargo de una nueva “Agencia para la Identidad Judía”, con poderes para intervenir en programas educativos. Y Ben-Gvir, objeto de numerosas investigaciones policiales por violencia e incitación durante un período de tres décadas, fue puesto a cargo de un nuevo “Ministerio de Seguridad Nacional”, con autoridad sobre la policía y los servicios penitenciarios de Israel.

Cuando Netanyahu cedió el poder a los kahanistas, dijo a los medios de comunicación internacionales que no estaba formando un gobierno de extrema derecha, sino que los kahanistas se estaban uniendo a su gobierno. Él tendría el control. Pero Netanyahu no solo había dado a los racistas más extremos de Israel un poder y una legitimidad sin precedentes. También los había infiltrado en su propio partido anteriormente dominante: para marzo de 2024, los candidatos del Likud para las elecciones locales en un puñado de ciudades habían fusionado sus listas con las de Poder Judío.

El Likud se enorgullecía de combinar el nacionalismo judío más acérrimo, incluso el militarismo, con un compromiso con la democracia liberal. Pero una corriente más radical dentro del partido se apartó de esos valores liberales y defendió posiciones chovinistas y autocráticas. Durante gran parte del siglo pasado, el ala liberal fue dominante y proporcionó la mayor parte del liderazgo del partido. El propio Netanyahu defendió el valor del ala liberal, hasta que se peleó con todas las principales figuras liberales. Para 2019, no quedaba nadie que se opusiera a la alianza con los kahanistas de Ben-Gvir.

Ahora más de un tercio de los representantes del Likud eran religiosos, y aquellos que no lo eran preferían llamarse a sí mismos “tradicionales” en lugar de seculares. No se opusieron a cooperar con los kahanistas; de hecho, muchos ya habían trabajado con ellos en el pasado. En realidad, muchos miembros de la Knesset pertenecientes al Likud en ese momento eran indistinguibles de los de Poder Judío. El peor primer ministro de Israel no solo formó una alianza de conveniencia con los extremistas más irresponsables del país, sino que los hizo parte integral de su partido y del funcionamiento del Estado.

Que Netanyahu sea personalmente corrupto no es del todo novedoso en la historia de los primeros ministros israelíes. Lo que lo hace peor que los otros es su abierto desprecio por el estado de derecho.

Para 2018, Netanyahu había sido objeto de cuatro investigaciones simultáneas de corrupción que habían estado en marcha durante más de un año. En una, conocida como Caso 4000, Netanyahu fue acusado de prometer favores regulatorios al propietario de la mayor corporación de telecomunicaciones de Israel a cambio de una cobertura favorable en un popular sitio de noticias. Tres de los asesores más cercanos del primer ministro habían aceptado testificar en su contra.

Las investigaciones a los primeros ministros no son raras en Israel. Netanyahu fue objeto de una durante su primer mandato. Los tres primeros ministros que sirvieron en la década entre su primer y segundo mandato -Ehud Barak, Ariel Sharon y Ehud Olmert- también fueron investigados. Solo en el caso de Olmert la policía consideró que las pruebas eran suficientes para iniciar una acusación. En ese momento, en 2008, Netanyahu era el líder de la oposición.

“Estamos hablando de un primer ministro que está hasta el cuello en las investigaciones y no tiene un mandato público o moral para tomar decisiones trascendentales para Israel”, decía Netanyahu sobre Olmert. “Existe una preocupación, tengo que decir real, no sin fundamento, de que tomará decisiones basadas en su interés personal de supervivencia política y no en el interés nacional”.

Diez años después, Netanyahu sería quien estaría atrapado en múltiples investigaciones. Entonces ya no hablaba de corrupción en los altos cargos, sino de una “caza de brujas” orquestada por comandantes de policía deshonestos y fiscales estatales de izquierda e incitada por medios de comunicación hostiles, todo con el objetivo de hacer caer a un líder de derecha.

Netanyahu estaba decidido a politizar el procedimiento legal y enfrentar a sus partidarios contra las instituciones de orden público y judiciales de Israel. No importaba que los dos primeros ministros anteriores que habían renunciado por cargos de corrupción fueran de centroizquierda. Tampoco importaba que él mismo hubiera nombrado al comisionado de policía y al fiscal general, ambos hombres profundamente religiosos con antecedentes nacionalistas impecables: los calificó como herramientas pérfidas de la conspiración izquierdista.

En lugar de una renuncia completa, el 24 de mayo de 2020, Netanyahu se convirtió en el primer primer ministro israelí en ejercicio en ir a juicio. Ha negado todos los delitos (el juicio aún está en curso). En un pasillo de un tribunal antes de una sesión, pronunció un discurso televisado de 15 minutos acusando al establishment legal de “tratar de hacerme caer a mí y al gobierno de derecha. Durante más de una década, la izquierda no ha logrado hacer esto en las urnas y en los últimos años se le ha ocurrido una nueva idea. Elementos de la policía y la fiscalía se han unido a periodistas de izquierda para inventar cargos ilusorios”.

La ley no requería que Netanyahu renunciara mientras luchaba contra los cargos en su contra en los tribunales. Pero hacerlo había parecido lógico a sus predecesores en circunstancias similares, así como a los legisladores de Israel, quienes nunca habían pensado que un primer ministro desafiara tan descaradamente al sistema de justicia que tenía el deber de defender. Sin embargo, para Netanyahu, permanecer en el poder era un fin en sí mismo, uno más importante que preservar las instituciones más cruciales de Israel, por no hablar de la confianza de los israelíes en ellas.

Netanyahu colocó a los extremistas en posiciones de poder, socavó la confianza en el estado de derecho y sacrificó los principios en aras del poder. No es de extrañar entonces que durante el verano pasado, las tensiones sobre el rol del poder judicial de Israel se volvieran inmanejables. La crisis subrayó todas estas razones por las que Netanyahu debería ser considerado el peor primer ministro de Israel.

Durante 34 de los últimos 47 años, los primeros ministros de Israel han venido del partido Likud. Y, sin embargo, muchos en la derecha todavía se quejan de que “el Likud no sabe cómo gobernar” y “votas a la derecha y obtienes a la izquierda”. Los Likudniks se quejan del poder persistente de “las élites”, una minoría de izquierda que pierde en las urnas pero que aún controla el Servicio Civil, los niveles superiores del establishment de seguridad, las universidades y los medios de comunicación. Una creciente ala antijudicial dentro del Likud exige un cambio constitucional y una represión del “activismo judicial” de la Corte Suprema.

En una época Netanyahu había minimizado estas quejas, pero su postura sobre el poder judicial cambió después de ser acusado en 2019. De hecho, al inicio de su mandato actual, los socios del Likud exigieron compromisos de cambio constitucional, cosa que recibieron. Los partidos ultraortodoxos estaban ansiosos por aprobar una ley que eximiera a los estudiantes de los seminarios religiosos del servicio militar. Tales exenciones ya habían entrado en conflicto con las normas de igualdad de la Corte Suprema, por lo que los partidos religiosos querían que la ley incluyera un “bypass judicial”. Netanyahu accedió a esto. Para aprobar la legislación en la Knesset, nombró a Simja Rothman, un acérrimo crítico de la Corte, como presidente del Comité de Constitución de la Knesset.

También nombró a Yariv Levin, otro feroz crítico de la Corte, como ministro de justicia. Apenas seis días después de la toma de posesión del nuevo gobierno, Levin lanzó un plan de “reforma judicial”, preparado por un think tank conservador, que pedía limitar drásticamente los poderes de la Corte para revisar la legislación y daba a los políticos el control sobre el nombramiento de nuevos jueces.

En cuestión de días, una contracampaña extremadamente eficiente señaló los peligros que planteaba el plan, no solo para la frágil y limitada democracia de Israel, sino también para su economía y seguridad. Cientos de miles de israelíes protestaron en las calles. El Likud comenzó a caer en las encuestas y Netanyahu instó en privado a los líderes de los partidos de la coalición a retrasar la votación. Se negaron a dar marcha atrás y Levin amenazó con renunciar ante cualquier demora.

Los motivos de Netanyahu, a diferencia de los de sus socios, no eran ideológicos. Su objetivo era la supervivencia política. Necesitaba mantener intacta su mayoría ganada con tanto esfuerzo y a los jueces desestabilizados. Pero las protestas fueron implacables. El ministro de defensa de posturas independientes de Netanyahu, Yoav Gallant, señaló las graves implicaciones de la controversia para las Fuerzas de Defensa de Israel, ya que cientos de oficiales voluntarios de la reserva amenazaron con suspender su servicio en lugar de “servir a una dictadura”.

Netanyahu no estaba seguro de querer llevar a cabo el golpe judicial, pero la idea de que uno de los principales ministros del Likud rompiera filas en público era impensable. El 25 de marzo del año pasado, Gallant hizo una declaración pública de que la legislación constitucional era una “amenaza clara e importante para la seguridad de Israel” y que no votaría por ella. A la noche siguiente, Netanyahu anunció que estaba despidiendo a Gallant.

En Jerusalén, los manifestantes sitiaron la casa de Netanyahu. En Tel Aviv, bloquearon las principales autopistas. A la mañana siguiente, los sindicatos anunciaron una huelga general, y para esa noche, Netanyahu reculó, anunciando que estaba suspendiendo la legislación y que mantendría conversaciones con la oposición para encontrar compromisos. Gallant mantuvo su puesto. Las conversaciones colapsaron, las protestas comenzaron de nuevo y Netanyahu se negó una vez más a escuchar las advertencias provenientes del establishment de seguridad, no solo acerca del enojo en el seno de las FDI, sino de que los enemigos de Israel planeaban aprovechar la desunión del país para lanzar un ataque.

El debate sobre la reforma judicial enfrentó dos visiones de Israel. Por un lado, estaba un Israel liberal y secular que confiaba en la Corte Suprema para defender sus valores democráticos; por el otro, un Israel religioso y conservador que temía que los jueces no elegidos por este campo impusieran ideas incompatibles por encima de sus valores judíos.

El gobierno de Netanyahu no hizo ningún intento de reconciliar estas dos visiones. El primer ministro había pasado demasiados años y todas esas campañas electorales tóxicas explotando y profundizando la brecha entre ellas. Incluso cuando tardíamente y a medias trató de frenar a los demonios radicales y fundamentalistas que había colocado en los cargos públicos, descubrió que ya no podía controlarlos.

Es irrelevante si Netanyahu realmente pretendía destripar la Corte Suprema de Israel como parte de un complot para debilitar el poder judicial e intimidar a los jueces en su propio caso personal, o si no tenía otra opción en el asunto y era simplemente un rehén de su propia coalición. Lo que importa es que nombró a Levin como ministro de justicia y permitió que ocurriera la crisis. En última instancia, y a pesar de su creencia profesada en la democracia liberal, Netanyahu permitió que Levin y sus socios de la coalición lo convencieran de que estaban haciendo lo correcto, porque lo que sea que lo mantuviera en el cargo era lo correcto para Israel. La democracia se mantendría fuerte porque él seguiría al mando.

Tratar de disminuir los poderes de la Corte Suprema no es lo que hace que Netanyahu sea el peor primer ministro de Israel. La reforma judicial fracasó de todos modos. Solo uno de sus elementos pasó por la Knesset antes de que comenzara la guerra con Hamás, y la Corte lo anuló por inconstitucional seis meses después. La decisión de los jueces de preservar sus poderes, a pesar del voto de la Knesset para limitarlos, podría haber causado una crisis constitucional si hubiera sucedido en tiempos de paz. Pero para entonces, Israel se enfrentaba a una crisis mucho mayor.

Dada la historia de Israel, el criterio definitivo del éxito de sus líderes es la seguridad que brindan a sus conciudadanos. En 2017, cuando estaba terminando mi biografía no autorizada de Netanyahu, encargué a un analista de datos que calculara la tasa media anual de víctimas (civiles y soldados israelíes) de cada primer ministro desde 1948. Los resultados confirmaron lo que yo ya había sospechado. En los 11 años en los que Netanyahu había sido para entonces primer ministro, el número medio anual de israelíes muertos en la guerra y los ataques terroristas fue menor, por un margen considerable, que para cualquier primer ministro anterior.

Mi libro sobre Netanyahu no lo admiraba. Pero sentí que era justo incluir ese punto de datos a su favor en el epílogo y en la última nota al pie. El Likud pasó a utilizarlo en sus campañas de 2019 sin atribuir la fuente.

Los números eran difíciles de discutir. Netanyahu era un primer ministro de línea dura que había hecho todo lo posible para descarrilar el proceso de paz de Oslo y evitar cualquier movimiento hacia el compromiso con los palestinos. A lo largo de gran parte de su carrera, alentó la acción militar de Occidente, primero contra Irak después del 11 de setiembre y luego contra Irán. Pero en sus años como primer ministro, se resistió a iniciar o a ser arrastrado a guerras propias. Su aversión al riesgo y su preferencia por las operaciones encubiertas o los ataques aéreos en lugar de las operaciones terrestres, en sus dos primeros períodos en el poder, de 1996 a 1999 y de 2009 a 2021, mantuvieron a los israelíes relativamente seguros.

Los partidarios de Netanyahu de derecha también podían argumentar, sobre la base de los números, que aquellos que trajeron el derramamiento de sangre sobre Israel, en forma de atentados suicidas palestinos y ataques con cohetes, fueron en realidad Yitzhak Rabin y Shimon Peres, los arquitectos de los Acuerdos de Oslo; Ehud Barak, con sus precipitados intentos de traer la paz; y Ariel Sharon, quien retiró a los soldados y colonos israelíes unilateralmente de Gaza en 2005, creando las condiciones para la victoria electoral de Hamás al año siguiente. Ese argumento ya no se sostiene.

Si los futuros biógrafos de los primeros ministros israelíes realizaran un análisis similar, Netanyahu ya no podría reclamar la tasa de víctimas más baja. Su decimosexto año en el cargo, 2023, fue el tercero más sangriento en la historia de Israel, superado solo por 1948 y 1973, el primer año de independencia de Israel y el año de la Guerra de Iom Kipur, respectivamente.

Los primeros nueve meses de 2023 ya habían visto un aumento de la violencia mortal en Cisjordania y Jerusalén Este, así como ataques terroristas dentro de las fronteras de Israel. Luego vino el ataque de Hamás del 7 de octubre, en el que al menos 1.145 israelíes fueron masacrados y 253 secuestrados y llevados a Gaza. Se ha confirmado ya la muerte de más de 30 rehenes.

No importa cómo termine la guerra en Gaza, qué suceda después o cuándo termine finalmente el mandato de Netanyahu: el primer ministro siempre estará asociado sobre todo con ese día y la desastrosa guerra que lo siguió. Será recordado como el peor primer ministro porque ha sido catastrófico para la seguridad israelí.

Comprender cómo Netanyahu falló tan drásticamente en la seguridad de Israel requiere retroceder al menos hasta 2015, el año en que se vio su torpeza estratégica a largo plazo frente a la amenaza iraní. Su mal manejo no ocurrió de forma aislada; también está relacionado con la despriorización de otras amenazas, incluida la catástrofe que se materializó el 7 de octubre.

Netanyahu voló a Washington, D.C. en 2015 para implorar a los legisladores estadounidenses que obstruyeran el acuerdo nuclear del presidente Barack Obama con Irán. Muchos ven esta táctica como extraordinariamente perjudicial para la alianza más crucial de Israel: la relación con Estados Unidos es el verdadero baluarte de su seguridad. Tal vez sea así; pero esto no hizo que las administraciones estadounidenses posteriores apoyaran menos a Israel. Incluso Obama seguiría firmando el mayor paquete de 10 años de ayuda militar a Israel un año después del discurso de Netanyahu. Más bien, el daño que Netanyahu causó al presumir demasiado de los Estados Unidos no fue a la relación, sino al propio Israel.

La estrategia de Netanyahu con respecto a Irán se basó en su suposición de que Estados Unidos algún día lanzaría un ataque contra el programa nuclear de Irán. Lo sabemos por su libro de 2022, Bibi: My Story, en el que admite haber discutido repetidamente con Obama “para un ataque estadounidense contra las instalaciones nucleares de Irán”. Funcionarios de alto rango israelíes han confirmado que esperaba que Donald Trump también lanzara un ataque de este tipo. De hecho, Netanyahu estaba tan seguro de que Trump, a diferencia de Obama, daría la orden, que no tenía una estrategia para lidiar con el programa nuclear de Irán cuando Trump decidió, a instancias de Netanyahu, retirarse del acuerdo con Irán en mayo de 2018.

Los jefes militares y de inteligencia de Israel estaban lejos de estar enamorados del acuerdo con Irán, pero habían aprovechado la oportunidad que presentaba para desviar algunos de los recursos de inteligencia que se habían centrado en el programa nuclear de Irán hacia otras amenazas, en particular la red de representantes de Teherán en toda la región. Fueron sorprendidos cuando la administración Trump abandonó el acuerdo con Irán (Netanyahu sabía que iba a ocurrir, pero no les informó). Esta retirada unilateral eliminó efectivamente las limitaciones al desarrollo nuclear de Irán y requirió una reversión abrupta de las prioridades israelíes.

Altos funcionarios israelíes con los que hablé tuvieron que dar pasos cautelosos a este respecto. Aquellos que todavía estaban en servicio activo no podían desafiar directamente la estrategia del primer ministro. Pero en privado algunos criticaron la falta de una estrategia coherente sobre Irán. “Se necesitan años para desarrollar capacidades de inteligencia. No puedes cambiar las prioridades objetivo de la noche a la mañana”, me dijo uno.

El resultado fue una disipación de los esfuerzos israelíes para detener a Irán, que está comprometido con la destrucción de Israel. Irán aceleró más que nunca en el camino del enriquecimiento de uranio, y sus representantes, incluidos los hutíes en Yemen y Hezbolá en la frontera norte de Israel, se hicieron cada vez más poderosos.

En los meses previos al 7 de octubre, la comunidad de inteligencia de Israel advirtió repetidamente a Netanyahu que Irán y sus representantes estaban planeando un gran ataque dentro de Israel, aunque pocos previeron algo en la escala del 7 de octubre. Para el otoño de 2023, los motivos eran innumerables: el temor de que un inminente avance diplomático israelí con Arabia Saudita pudiera cambiar la geopolítica de la región; las amenazas de que Ben-Gvir permitiría a los judíos un mayor acceso a la mezquita de al-Aqsa en Jerusalén y empeoraría las condiciones de los prisioneros palestinos; los rumores de que la profundización de las tensiones dentro de la sociedad israelí haría que cualquier respuesta a un ataque fuera lenta e inconexa.

Netanyahu optó por ignorar las advertencias. Los oficiales superiores y los jefes de inteligencia que las emitieron estaban, en su opinión, conspirando con las instituciones de orden público y el establishment legal que lo habían llevado a juicio y estaban tratando de obstruir la legislación de su gobierno. Ninguno de ellos tenía su experiencia y conocimiento de las amenazas reales que enfrenta Israel. ¿No había tenido razón en el pasado cuando se había negado a escuchar a los funcionarios de izquierda y a los así llamados expertos?

El ataque sorpresa de Hamás el 7 de octubre fue el resultado de un fracaso colosal en todos los niveles de la comunidad de seguridad e inteligencia de Israel. Todos habían visto las señales de advertencia, pero seguían creyendo que la principal amenaza provenía de Hezbolá, el enemigo más grande y mucho mejor equipado y entrenado del norte. El establishment de seguridad de Israel creía que Hamás estaba aislado en Gaza y que él y las otras organizaciones palestinas habían sido disuadidos efectivamente de atacar a Israel.

Netanyahu fue quien originó esta suposición y su mayor defensor. Creía que mantener a Hamas en el poder en Gaza, como había ocurrido durante casi dos años cuando regresó al cargo en 2009, era en interés de Israel. Los ataques periódicos con cohetes contra comunidades israelíes en el sur eran un precio que valía la pena pagar para mantener el movimiento palestino dividido entre la Autoridad Palestina dominada por Fatah en los enclaves de Cisjordania y Hamás en Gaza. Tal división sacaría la problemática solución de dos estados de la agenda global y permitiría a Israel centrarse en alianzas regionales con autocracias árabes afines que también temían a Irán. La cuestión palestina se hundiría en la irrelevancia.

La desastrosa estrategia de Netanyahu con respecto a Gaza y Hamás es parte de lo que lo convierte en el peor primer ministro de Israel, pero no es el único factor. Los anteriores primeros ministros israelíes también cometieron errores en guerras sangrientas sobre la base de estrategias equivocadas y consejos defectuosos de sus asesores militares y de inteligencia.

Netanyahu se destaca de ellos por su negativa a aceptar la responsabilidad, y por sus maquinaciones políticas y campañas de desprestigio desde el 7 de octubre. Culpa a los generales de las FDI y alimenta la teoría de la conspiración de que ellos, en alianza con el movimiento de protesta, de alguna manera permitieron que ocurriera el 7 de octubre.

Netanyahu cree que él es la víctima principal de ese trágico día. Convencido por sus propios lemas de campaña, argumenta que él es el único que puede liberar a Israel de este valle de sombras para llegar a las tierras altas iluminadas por el sol de la “victoria total”. Se niega a considerar cualquier consejo sobre el fin de la guerra y continúa priorizando preservar su coalición, porque parece incapaz de distinguir entre su propio destino, ahora manchado por un trágico fracaso, y el de Israel.

Muchos en todo el mundo asumen que la guerra de Israel con Hamás se lleva a cabo de acuerdo con algún plan de Netanyahu. Esto es un error. Netanyahu tiene la última palabra como primer ministro y jefe del gabinete de guerra de emergencia, pero ha utilizado su poder principalmente para prevaricar, procrastinar y obstruir. Retrasó la ofensiva terrestre inicial en Gaza, dudó durante semanas sobre la primera tregua y el acuerdo de liberación de rehenes en noviembre, y ahora está haciendo lo mismo con otro acuerdo similar con Hamás. Durante los últimos seis meses, ha impedido cualquier discusión significativa del gabinete sobre los objetivos estratégicos de Israel. Ha rechazado las propuestas de su propio establishment de seguridad y de la administración Biden. Presentó principios vagos para “el día después de Hamás” al gabinete solo a fines de febrero, y aún no se han debatido.

Sin embargo, uno ve la guerra en Gaza como una guerra de defensa justificada en la que Hamás es responsable de las víctimas civiles que ha ocultado cínicamente, o como un genocidio intencional del pueblo palestino, o como algo intermedio. Pero nada de eso es el plan de Netanyahu. Eso es porque Netanyahu no tiene ningún plan para Gaza, solo uno para permanecer en el poder. Su obstruccionismo, sus enfrentamientos con los generales, sus confrontaciones con la administración Biden, todo se centra en ese fin que significa preservar su coalición de extrema derecha y jugar a favor de su base nacionalista dura.

Mientras tanto, está haciendo lo que siempre ha hecho: desgastar y desacreditar a sus oponentes políticos con la esperanza de demostrar a un público agotado y traumatizado que él es la única alternativa. Por ahora está fracasando. Las encuestas muestran que una abrumadora mayoría de los israelíes quieren que se vaya. Pero Netanyahu está rechazando los llamamientos para celebrar elecciones anticipadas hasta que crea que está a poca distancia de ganar.

La ambición de Netanyahu lo ha consumido tanto a él como a Israel. Para recuperar el cargo y permanecer en él ha sacrificado su propia autoridad y ha repartido el poder a los políticos más extremos. Desde su reelección en 2022, Netanyahu ya no es el centro del poder sino un vacío, un agujero negro que se ha tragado a toda la energía política de Israel. Su debilidad ha dado a la extrema derecha y a los fundamentalistas religiosos un control extraordinario sobre los asuntos de Israel, mientras que otros segmentos de la población se ven obligados a una búsqueda interminable para poner fin a su reinado.

La búsqueda del poder por parte de un hombre ha desviado a Israel de enfrentar sus prioridades más urgentes: la amenaza de Irán, el conflicto con los palestinos, el deseo de nutrir una sociedad y una economía occidentalizadas en el rincón más disputado de Medio Oriente, las contradicciones internas entre la democracia y la religión, el choque entre las fobias tribales y las esperanzas de la alta tecnología. La obsesión de Netanyahu con su propio destino como protector de Israel ha causado graves daños a su país.

La mayoría de los israelíes ya se dan cuenta de que Netanyahu es el peor de los 14 primeros ministros que su país ha tenido en sus 76 años de independencia. Pero en el futuro, los judíos podrían incluso recordarlo como el líder que más daño infligió a su pueblo desde que los contenciosos reyes asmoneos causaron la guerra civil y la ocupación romana a Judea hace casi 21 siglos. Y mientras permanezca en el poder, aún podría superarlos.

Anshel Pfeffer es un periodista que trabaja en Jerusalén para Ha’aretz. Es autor de «Bibi: The Turbulent Life and Times of Benjamín Netanyahu».

Traducción: Daniel Rosenthal

(*) título del editor, no del original en inglés