Duelos

Ritualizamos el duelo porque no encontramos palabras. Repetimos rezos porque el lenguaje nos llega formulado. Actúa como un mantra ante una situación de profundo dolor. Cabe preguntarse cómo es el duelo cuando no puede contenerse en un ritual, por mínimo que éste sea. Cómo vive un duelo quien no puede compartirlo, quien lo padece en silencio, quien lo padece solo. Ante lo extremo, casi absurdo (pero no improbable, mucho menos imposible) de la situación, uno se vuelve hacia sus tradiciones. Aquello que pareció tanto tiempo mera y hueca formulación cobra un sentido tan significativo como reparador. La ausencia de ritual, el sonido del silencio, y la soledad, atentan contra el auténtico duelo.

Nuestra tradición nos indica los dos puntos centrales en el duelo: el fallecido y su honor, y el sobreviviente y su consuelo. Está el ritual, están las palabras por medio del rezo, e implícitamente está la congregación que, haciendo honor a su acepción más pura, se congrega en torno al difunto y sus dolientes. Nadie puede recitar kadish sin minián (grupo de diez judíos o judías en el momento de su recitación), de modo que no hay rito sin congregación. Como nos tiene acostumbrada la sabiduría rabínica, todas las piezas parecen encajar perfectamente.

Sin embargo el duelo excede rituales, palabras, y congregación. Hay una vivencia humana que se contiene y se atempera en un contexto comunitario. Cuando llegan los momentos privados e incluso íntimos, cuando enfrentamos las rutinas y las costumbres y alguien que estaba allí ya no está, refugiarse en la comunidad y su sabiduría es un consuelo, pero solamente eso: un consuelo. Como decía la famosa canción “Shir la-shalom” (Canción para la Paz), “aquí no servirán las plegarias”. Existe, y cada uno lo encontrará, un momento de tristeza sublime, profunda, e intransferible, que cada uno transitará a su manera. Tal vez sea sólo un momento de suspensión y literal recogimiento.

Aquel que nunca encuentre palabras, ni congregación, ni rito, aquel que sí deba seguir andando su vida con el duelo a cuestas, acaso entienda, como un fatal privilegio, que no hay peor soledad que aquella provocadas por las ausencias no sólo permanentes, sino impronunciables. Un amigo que no volvió y nunca pudimos llorar, honrar, o simplemente recordar en un colectivo; aquél que desapareció para siempre en el mar o la represión; aquellos que genocidio mediante son masas de muertos anónimos. O aquella persona que cruzábamos cada día o cada semana, o aquel encuentro periódico que ya no se repetirá. Cuando estas cosas suceden, desesperadamente buscamos los ritos, las palabras, y la congregación que nos contenga. Si no aplican, más duro es el duelo.

Como judíos, sabemos cómo manejarnos frente al duelo; si no sabemos, preguntamos. Como ciudadanos, también sabemos cómo actuar. Toda sociedad construye sus ritos, su lenguaje, sus formas de reunirse; todas son válidas y todas cumplen su función. Son las áreas grises las que producen no tanto mayor dolor (¿acaso tiene sentido comparar dolores?) sino mayor desconcierto. Hay un momento muy especial, cuando uno encuentra en su propio y tradicional acervo, palabras que tocarán el alma de cualquier persona, profese la religión que profese, o no profese ninguna. “Que su alma se entrelace con el flujo de la vida” parece ser un buen aporte judío al dolor y al duelo en general; todos podemos sentir que quién ya no está sigue formando parte de nuestra vida de una manera inasible pero profundamente significativa.