Avatares de una Festividad

Está este asunto de contarnos: cuántos somos. No soy experto en el tema pero la primera dificultad que hallo es que, seamos los que seamos, somos siempre los mismos. De modo que para jugarme a un número, no me atrevo a decir que en Uruguay seamos mucho más de diez mil judíos.

Esta reflexión surge a raíz de la experiencia surrealista en la víspera de Rosh Hashaná 5778 en un tradicional comercio gastronómico de Punta Carretas. Mi experiencia fue de hora y media “larga” entre la cola y los trámites para retirar mi pedido de panificados para las comidas festivas que mandata la celebración; asumo que muchos otros estuvieron tanto o más tiempo en la misma situación. Me pregunto cuántos judíos están dispuestos a estar (cómodamente sentados) hora y media o más en una sinagoga: pocos, y lo sé por experiencia. El tiempo que dedicamos hablar de comida, preparar, encargar, retirar, cocinar, y armar las comidas de “las fiestas” excede desproporcionalmente al tiempo que dedicamos a la festividad en sí.

La experiencia de compartir noventa minutos de paciente espera en una angosta vereda montevideana, en un día inusualmente caluroso, pudo ser divertida si no fuera por lo tediosa y fastidiosa que resultó, y porque yo no soy un tipo divertido. Cuando uno pregona, dónde quieran escucharlo, acerca de mejorar y elevar la vara de una “conversación judía”, justamente se refiere a lo opuesto de todo lo que escuchó durante esa experiencia surrealista. Si Harari sostiene que el Hombre se comunica en dos niveles, uno para hablar de “aquello que no existe”, y otro para el mero chisme, en esa vereda de Montevideo sólo escuchamos el segundo nivel: el chisme. Historias personales, historias de otros, las opciones gastronómicas judías disponibles, la ida o no a la sinagoga, la coordinación logística de hijos, nietos y suegras… Con la invención de los celulares y las llamadas gratuitas de whatssap, el potencial chismográfico es exponencial. De alguna manera, había que entretenerse.

He sostenido, y debatido al respecto de que el judaísmo de la mayoría de mis semejantes en Uruguay está sostenido por la nostalgia y el idishkeit, cuando no por el antisemitismo y la persecución. Si algo había parecido a un shtetl, era esa cuadra montevideana en Punta Carretas. Creo que por momentos, en ese afán de contar personas que me persigue, habría no menos de cincuenta esperando; y supe por otros que ese número se duplicó cuanto más tarde se hacía. Una vez más, mi estimación subjetiva es que no menos de quinientas personas pasaron por allí ese día, y no me sorprendería si fuera un millar. Evidentemente, ninguno de los que estaban allí pasadas las siete de la tarde iba a un servicio religioso. Había algo morboso a la vez que atávico en esa espera que no resistía, en los tiempos que corren, la más mínima lógica. En tiempos de sistemas informáticos, logística, coworking, apps, delivery, y recetas “Tasty” en Facebook, hacer la cola ese día no podía ser sino una experiencia religiosa. En el lugar equivocado, claro.

Digo esto con propiedad dado que compré en varios de los lugares que ofrecen este tipo de servicio y productos para las fiestas. En todos ellos, con la excepción de lo narrado, cuando me tocó recoger el pedido, entré, pagué, y salí, mientras lo mismo hacían otros tantos judíos en un ritmo normal, amable, y de celebración. En un lugar hasta tuve yapa: una breve charla y abrazo con el rabino del lugar, lo que yo llamo una buena “conversación judía”. Cuando me tocó recibir los pedidos en casa, éstos llegaron en el horario acordado, y el pago se hizo mediante cheque o transferencia bancaria. Después de todo, estamos en tiempos de inclusión financiera.

¿Qué rumor habrá corrido por el ishuv que nos juntó a todos allí, en ese rincón montevideano abandonado a su suerte, para someternos a la espera, la ansiedad, el servicio apenas suficiente, y la amabilidad contenida de las abnegadas funcionarias del lugar? Pasadas las horas, habiendo escuchado el Shofar, aún me pregunto por las razones del éxito comercial de ese emprendimiento. Dicho de otra manera, es un fenómeno digno de “Caso de Harvard”. Nada de lo sucedido allí ese día obedece a las leyes de mercado tal como las conocemos hoy en día.

Evidentemente sí obedece a ciertas “leyes” del comportamiento colectivo judío que aún no logro entender. Como nadie puede decirme que comer el pollo a las tres de la madrugada en una buena fiesta judía está mandatado por la Torá, nadie podrá decirme esta vez que esa forma de comprar y abastecerse para las festividades es “la verdadera”, la que nos fue “dada”. En todo caso, es la que adquirimos en generaciones de privaciones y guettos, a los cuales ya no estamos sujetos, por lo cual deberíamos recurrir a tantas otras opciones que el mercado ofrece. Vivimos en tiempos de libertad de culto, de movimiento, de reunión, y de expresión; ¿qué hacíamos, entonces, todos apiñados contra una pared esperando vaya uno a saber qué manjares, expuestos, vulnerables, y sobre todo, viviendo una frustración de la cual estamos liberados hace ya setenta años?

Si de algo me sirven estas experiencias es para perseverar en mi afán de que nuestro judaísmo no pase sólo por lo que ingerimos sino por lo que digerimos desde el discurso. El discurso no se busca en los comercios gastronómicos, por simpático que sea encontrar conocidos y saludarse. El discurso se busca en las fuentes, en las conversaciones de fondo y forma, en los ritos y mojones de la vida judía, en los cuentos y las canciones, en la liturgia y las melodías, en torno de una mesa bien servida donde estemos cómodamente sentados, como se nos enseña en Pesaj. Contra las paredes de una vereda montevideana a los sumo encontraremos grafittis, y aun así, en esa absurda espera, estamos tapando lo escrito en las paredes. Estamos tapando los textos.