Israel

Cuando Israel completa su séptima década de existencia oficial, en un año tan lleno de efemérides y conmemoraciones “redondas”, el desafío de escribir acerca de “Israel hoy” puede sonar un tanto anacrónico, un discurso más acorde a la narrativa de los años sesenta y setenta, cuando aún primaba una sólida noción de justicia histórica en torno a su existencia y un orgullo inocultable en su realización. Era un tiempo en que solíamos decir, más en broma que en serio, que “Israel es un país como todos: hay ladrones, prostitutas…”; porque en realidad no creíamos tal cosa: la distancia entre ideales y realidad era por cierto muy corta. Por el contrario, acometer “Israel hoy” en 2017, a cincuenta años de la Guerra de los Seis Días, es asomarse y asumir una realidad de tal complejidad que resulta casi inabordable; más aún desde la distancia y el tiempo diaspóricos. Por ello, para hablar de “Israel hoy” recomendamos el libro de Ari Shavit “Mi Tierra Prometida” o la investigación de Yossi Klein Halevi “Like Dreamers”. Israel hoy radica en su diversidad, en el derrotero de sus habitantes y líderes, en los sueños de sus minorías y mayorías, y en su instinto de supervivencia en una zona candente. Israel hoy es una tensión insoportable entre ideales y realismo pragmático, entre valores judíos y valores “universales”, entre capitalismo feroz y justicia social. Israel hoy es una gran incógnita respecto de Israel mañana.

Hasta hace cincuenta años uno podía pensar en Israel con cierta homogeneidad de imagen y percepción. Por cierto ya era la reunión de las diásporas pregonada por el ideario sionista, pero aun así, todavía predominaban ciertos parámetros generalizadores e integradores. Por un lado, uno podía pensar en el Ejército de Defensa de Israel en términos netamente de defensa y triunfalismo; uno podía pensar en el kibutz todavía como un fenómeno evolucionado pero aun socialista y realizador; uno podía pensar en términos de religiosidad extrema focalizando solamente en el reducto de Mea Shearim; y sobre todo, uno podía pensar en un proceso de negociaciones que se había iniciado en 1977 con la visita de Sadat para no detenerse más. Con todas sus dificultades y con toda su diversidad, Israel era una cierta unidad abarcable y comprensible en su singular idiosincrasia.

En los últimos cincuenta años los cambios han sido dramáticos y abrumadores. El ejército tecnificó la defensa mientras deshumanizó el control de una población ocupada; sigue defendiendo, con mayor eficacia que nunca, a su población a la vez que, obligado o no, somete a otra. El kibutz prácticamente ha desaparecido como tal, salvo raras excepciones que confirman la regla, para dar lugar a una “start-up nation”. Mea Shearim es uno entre cientos de reductos copados por la ultra-ortodoxia, que hoy impone sus normas de vida en propios y ajenos. El diálogo con los palestinos está, si no cortado, en suspenso, mientras la zona se ha convertido en un infierno donde el conflicto palestino-israelí es por lejos el menos violento.

No podemos soslayar la brecha profunda entre ricos y pobres, la población de inmigrantes extranjeros (legales o no), la colectividad rusa con su impacto cultural y social, y los intentos de la derecha en el poder de controlar la educación y la cultura con su discurso.

¿Cómo, entonces, nos asomamos al Israel de hoy? ¿Cómo, y de qué fuentes, rescatamos los valores que sostengan nuestro amor a la patria, nuestro apoyo al proyecto sionista? ¿Podemos acaso ignorar, a pocos días haber celebrado nuestra liberación milenaria y fundacional en Pesaj, que hay un pueblo que no vive absolutamente libre en su territorio? Porque no se trata de otro pueblo en otro rincón del mundo, sino de nuestro vecino de puerta, a pocos kilómetros de nuestras tiendas, y controlados en sus movimientos y actividades por soldados de la generación de nuestros hijos. No se trata de desentendernos del tema diciendo que ellos no están dispuestos a negociar un acuerdo; eso pertenece al plano político. Se trata de reconocer que Israel, que fue creada como modelo de nuestros ideales y valores como pueblo y como refugio para todos los judíos del mundo, hoy está atravesando la peor crisis moral de su historia. Podemos verla puertas adentro en la desigualdad social o las imposiciones teocráticas de algunas minorías, o podemos verlas en la forma en que nos vinculamos con el otro, aun si el otro es el enemigo. Si en todos y cada uno vemos a Amalec, poca esperanza tenemos como pueblo.

En 1982, con la tragedia de Sabra y Shatila durante la Primera Guerra del Líbano, Israel supo lo complejo que podía resultar “ocupar” un territorio y su pueblo; en 2005 Israel llevó a cabo, a instancias del entonces Primer Ministro Ariel Sharon, la desconexión unilateral de Gaza. No era secreto que Sharon planeaba algo similar para Cisjordania. El mismo guerrero que fue responsabilizado por Sabra y Shatila más de veinte años antes comprendía, si no la dimensión moral y ética de la ocupación, por cierto su dimensión estratégica, logística, y política. Como Rabin, aunque en circunstancias bien diferentes, murió sin poder completar, o no, su obra. Nunca lo sabremos. Pero sea Beguin en 1979, Rabin y Peres en Oslo en 1993, Barak en Camp David en 2000 (intento fallido por cierto), o Sharon en 2005, todos y cada uno de estos líderes comprendieron que si bien la “ocupación” no es la “madre de todos los males” de Israel, por cierto es una anomalía indigna del pueblo judío.

Entonces, cómo vemos Israel hoy. Cómo leemos, a la luz de los últimos cincuenta años, la narrativa sionista que nos motivó, nos dio identidad, y habilitó a que casi la mitad de los judíos del mundo hoy vivan en Israel. Si alguna vez creímos en la justicia de su creación frente a la tragedia de la Shoá, a su vez culminación de siglos de antisemitismo violento, cómo mantenemos hoy la noción de justicia en su conflictiva existencia. Cómo, de hecho, combatimos su cuestionamiento permanente a existir cuando nosotros mismos encontramos tantas anomalías en sus conductas y escala de valores. Que no quepa duda: no importa cuál sea el cuestionamiento, ninguno invalida el proyecto. El judaísmo es la perseverancia y persecución de un estado de redención nacional y universal, e Israel es su expresión política y real. Todo aquello por lo que luchamos desde los textos, las fuentes, y las plegarias debe encontrar su expresión real y concreta en lo que Donniel Hartman llama “la esfera pública”, el Estado de Derecho.

Tal vez por todo esto debamos pensar el Sionismo y por lo tanto el Estado de Israel no ya sólo como refugio nacional (nunca dejará de serlo) del pueblo judío; no sólo como escudo defensivo frente a agresiones físicas y concretas (en la región o en el mundo); no sólo como motor de progreso y riqueza (un Silicon Valley levantino); no sólo como expresión del hebreo y su cultura; no sólo como centro religioso. Si el Sionismo e Israel han de jugar un rol relevante en las generaciones futuras es porque apela a valores relevantes a esas generaciones. En un mundo que se multiplica en minorías más y más pequeñas a la vez que más y más reivindicativas, Israel con toda su experiencia debería seguir avanzando hacia un espacio público no sólo plural sino tolerante, una relación con su entorno fuerte y firme pero a la vez compasiva y generosa. Sobre todo, el Sionismo e Israel deben liderar no sólo hacia una redención nacional (que ya está en proceso) sino hacia una redención personal de cada uno de sus integrantes: el judaísmo no puede darse el lujo de expulsar a sus integrantes de su seno porque sus límites se estrechan. El Sionismo debe seguir abriendo opciones e inclusión. Ser el gran paraguas que cubra por igual a todos los judíos, incluso aquellos que por un momento quedan a la intemperie. Ni Israel ni el Sionismo hoy están asociados con ese espíritu inclusivo.

Tengo casi sesenta años. Soy hijo del Sionismo: nací hijo de un kibutz malogrado, crecí en Beersheva, fui hijo de iordim, y yo mismo iored (iored: el que vuelve de Israel a su país de origen, lo opuesto a olé). Recientemente aprendí que también soy, quiera o no, hijo de la Shoá. Creo que el Sionismo fue la respuesta que el judaísmo tenía preparada para su tragedia mayor, el Holocausto. Mi amor a la tierra de Israel, mi pasión por su música popular, mi sensibilidad cuando leo “Historia de Amor y Oscuridad” de Amos Oz o los tweets de su hija Fania Oz-Salsberger, todo apunta hacia Sión. Pero ni siquiera los viejos amores pueden redimirse volviendo al pasado; necesitan nuevos proyectos. Si vuelvo a Israel hoy para encontrar en algunos rincones parte del Israel que viví y amé, más vuelvo para encontrar el discurso y la acción que nos lideren hacia el Israel de mañana. Porque no sólo quiero asegurarme que exista, sino que su propósito siga siendo tan noble como lo fue en su fundación.