«Fauda»

Ianai Silberstein

Muchas veces me he preguntado acerca de la necesidad de buena parte del cine israelí de incursionar en temática palestina. ¿Acaso somos, parafraseando el Génesis, guardianes de nuestros hermanos? A juzgar por la trama de “Fauda” somos sus guardianes pero no el sentido bíblico moral y comprometido sino en un sentido personal y perseguidor. Tal como lo entendió Caín respecto de Abel, es él o yo: Doron o Abu Ahmed. La diferencia entre la historia bíblica y “Fauda” radica en la ausencia de dios. La Biblia no nos ahorra el juicio de valor; “Fauda” lo deja en manos del televidente. Nadie duda que Caín mata a Abel injustamente, pero la dialéctica del conflicto entre Doron y Abu Ahmed, entre israelíes y palestinos, tal como la narra “Fauda”, deja la puerta bien abierta a múltiples lecturas.

La serie ha sido aclamada por sus virtudes como parte de un género, comparada con “Jatufim” o “Homeland” en la versión estadounidense. Dudo que sus autores, actores, y productores hayan podido pensar mucho más allá de la dimensión artística y comercial del proyecto; por cierto que con eso tenían bastante. Pero el mero hecho de escribir un guion sobre una realidad contemporánea, sin la perspectiva del tiempo histórico, supone decisiones y criterios que por lo menos connotan posturas políticas e ideológicas. Al menos, una visión del tema en toda su vasta complejidad, lo cual ya es una postura en sí misma, comparado con las visiones ideologizadas y simplistas de uno y otro lado del muro. Seguramente no es lo mismo ver la serie para un israelí que para un judío de Montevideo o NYC.

Si en algo la serie es “bíblica” es en su lenguaje y en la construcción de sus personajes: hay algo arquetípico detrás de cada uno. Los personajes de “Fauda” juegan con una cierta ambigüedad: por un lado, son personajes de ficción que sufren un proceso a lo largo de la narración; en ese sentido “Fauda” es un proyecto muy ambicioso. Doron Kavillio es uno al principio de la serie, en un contexto pastoril y relajado, para convertirse en un frenético y casi desbocado James Bond levantino que desobedece a su “M”, Moreno y todo el establishment militar y político de Israel. Si bien no es precisamente británico, Doron mantiene una postura y una flema muy israelí: pocas palabras, preguntas directas, adhesión obsesiva al objetivo. Abu Ahmed no se despega de su objetivo terrorista y terrible pero al mismo tiempo reparte amor, bendiciones y maldiciones, con todo el poder y la soledad de los grandes líderes terroristas. Personajes “menores” como Nurit o Naor trasuntan una complejidad difícil de administrar en este tipo de producto, y sin embargo están muy bien logrados.

Al mismo tiempo, estos personajes representan a cientos, si no miles, de personas reales involucradas en la guerrilla y en la represión, o dicho lisa y llanamente, en la guerra. De modo que sobre los hombros de Doron o Taufiq (Abu Ahmed tiene nombre propio, y lo usa su mamá) se cargan cien años soledad: el conflicto palestino-israelí que mantiene en jaque y en vilo a dos pueblos del mismo modo que las guerras civiles mantuvieron en vilo a América Latina. Si algo tienen en común todos, absolutamente todos los personajes de “Fauda” es su profunda soledad.

“Fauda” recurre a recursos narrativos como el leitmotiv o la aliteración. El primero radica en el uso del muro como indicador de la zona donde transcurre la trama; las vistas satelitales con el mismo propósito, y el deambular de los personajes a campo traviesa, en calles laberínticas, o en oficinas burocráticas y alienadas; en ese sentido, da lo mismo si el eterno caminante es palestino o israelí; comparten un destino. El segundo recurso está dado por la repetición de cierto tipo de locaciones e imágenes: ruinas, edificios abandonados, proyectos que alguna vez fueron y ahora sólo son abandono y espacio de tortura y muerte. Lo curioso es que la simetría que sostiene temáticamente la serie se quiebra en este punto: mientras que el lado palestino está filmado a nivel colectivo e individual, el lado israelí está filmado en planos muy próximos, familiares, sin una dimensión nacional; en otras palabras, no vemos Israel, sí vemos Palestina.

La fuerza de “Fauda” no radica en su ritmo y su violencia (de hecho, ambas decaen con el avance de los capítulos); de eso hay mucha oferta. La fuerza del proyecto está dada por la construcción de un espejo, más o menos quebrado, más o menos imperfecto, en el cual se miran unos y otros, israelíes y palestinos. Por momentos la identidad es casi total, los personajes intercambiables: Doron pasa a la clandestinidad y se brutaliza mientras Walid, el “Abu Ahmed” público, recorre, negocia, planifica, y crece. Entre ambos, pivotea la doctora Shirin (nombre casi israelí si se quiere). El juego de miradas y gestos, los códigos de uno y otro bando, las conversaciones entre los bandos, todo apunta a una proximidad no sólo geográfica sino de destino. Excepto que unos rezan a Alá y otros recitan “Shma Israel”.

Está claro que “Fauda” representa sólo la punta del iceberg. Todos sabíamos en 2016, cuando la serie explotó en Netflix, acerca de la complejidad del mundo árabe en general y el conflicto palestino-israelí en particular; del mismo modo, detrás de estos terroristas en busca de venganza y gloria celestial hay un pueblo que reza, da ayuda social, cura a sus enfermos, y trata de hacer del mundo un lugar mejor. Sin embargo, una vez más la simetría falla: así como se sugiere un mundo rico y complejo detrás de la trama palestina, daría la impresión que Israel no existe más allá de la figura de su ministro de defensa y una sola toma del edificio del ministerio. Un médico sabio y humano en un hospital que se dice es Hadassa pero nada lo muestra, y unas tomas del Mediterráneo como curación para Doron después de estar perdido en el infierno tan temido, y tan buscado, y nada más. Habrán asumido que el público sabe y conoce la complejidad de Israel, pero la diferencia es llamativa y por lo tanto pasible de significación.

O Israel está sobreentendido o está tan cuestionado que ni se lo muestra. ¿Es “Fauda” pro palestina? No: en ese sentido el argumento es elocuente. Sin embargo, se ocupa de dejar claro que, a ese  nivel, donde prima el ingenio y la capacidad individual, ningún enemigo es tan simple y mucho menos débil. Muchas veces el triunfo se parece a un milagro y las explicaciones yacen en las pasiones y anhelos de los protagonistas. Tal vez “Fauda” quiera decirnos: ni el enemigo es tan diferente a nosotros, ni nosotros somos tan omnipotentes como creemos; el asunto es que, por ahora y hasta nuevas noticias, es él o yo, Caín o Abel.