Batlle, otros recuerdos

Dr. Elías Bluth

¿Qué más se puede escribir sobre Jorge Batlle que no se haya escrito en estos últimos días?

Supongo que siempre hay algo más para decir sobre un hombre que fue un emblema de su tiempo. ¿A quiénes les cabe la tarea primordial de recordarlo,  de evocarlo y rendir su testimonio?  En realidad, a todos; a cada uno en su propio ámbito y de la manera que puede. Pero tengamos en cuenta que tornar públicos ciertos recuerdos personales o evocar algún momento en nuestras vidas que fue tocada por Jorge Batlle es precisamente eso: compartir vivencias personales que, como tales, son únicas e intransferibles. Hecha la aclaración, intentaré compartir apenas dos.

Se trata de dos  momentos, no  solo muy distantes en el tiempo –  más de cincuenta años los separan – sino que uno de ellos abarca dos generaciones: la de su padre, don Luis Batlle Berres, y la de él. Ese momento tuvo enorme repercusión pública y es parte de la historia del siglo XX. El otro, ninguna. No obstante, adelanto la opinión que ambos momentos tienen mucho más en común de lo que surgiría de una primera aproximación.

Recorrí las no pocas cuadras del cortejo fúnebre ensimismado en mis propios pensamientos. Mi congoja fue interrumpida apenas por algunos fugaces saludos; silenciosos –  palabras hubieran sobrado – pero fraternos abrazos o leves y solidarios toques en el hombro. De tanto en tanto, un cortísimo intercambio de palabras con algún amigo que mentaban una gran pérdida compartida.

El tiempo del recorrido fue suficiente para que pasaran por mi mente decenas y decenas de episodios a través de los cuales Jorge Batlle tocó mi vida como la del país todo. Pasaré por alto los más relevantes que fueron recordados por muchos, todos más calificados que yo. Compartiré dos apenas; de naturaleza, alcance y características muy distintos, casi opuestos que por algunas razones que la razón no entiende, como dijo el poeta, recordé vivamente   durante esa marcha fúnebre.

Mi mente voló hacia el pasado lejano, al año 1947. Jorge Batlle ya tenía cerca de 20 años.  En forma totalmente sorpresiva se me ocurrió pensar en el papel que pudo haberle cabido a Jorge cuando su padre, como Presidente de la República, se volcó sin reservas ni retaceos, con entusiasmo y profunda convicción, en apoyo del mayor proyecto nacional del pueblo judío después de dos milenios de exilio. Gracias a ello se forjó un vínculo inquebrantable, para los tiempos de los tiempos, entre el Uruguay y el pueblo judío.

Solamente podemos especular sobre el papel que pudo haber cumplido Jorge Batlle en esa instancia. ¿Contribuyó a forjar la decisión? No lo sabemos. Pero conociéndolo como todos lo llegamos a conocer me aventuro a aseverar que no se quedó callado. El pasivo silencio no era lo de Jorge. Estoy convencido que hizo oír su voz y de forma contundente. Si bien es probable que no sepamos nunca lo que sucedió exactamente entre padre e hijo entre las cuatro paredes de la residencia presidencial, lo que sí sabemos es que Jorge Batlle durante toda su vida se mantuvo fiel a esa valiente y decidida posición adoptada en una hora en que se jugaba el destino del pueblo judío. Detrás de las instrucciones que recibieron el entonces canciller de la República Profesor Oscar Secco Ellauri y al embajador del país antes las NNUU  don Enrique Rodriguez Fabregat estaba sin duda el Presidente de la República. Pero quiero creer que junto al Presidente y su decisión de jugarse el todo por el todo por la causa del pueblo judío, estaban también su familia, su hijo Jorge y ¿por qué no? buena parte del país. A través de la Cancillería y de la acción de la representación del país ante las Naciones Unidas, utilizando todos los instrumentos y medios lícitos y éticos que un país pequeño pero respetado puede utilizar; ejerciendo el voto, entablando cabildeos para convencer y persuadir a los renuentes y, sobre todo, utilizando el don de la palabra con la pasión que únicamente  hombres de la talla de Secco Ellauri y Rodríguez Fabregat podían desplegar estaban no solo las convicciones profundas y la clara posición del Presidente sino, aventuro, las de su hijo Jorge. ¿En qué me baso para aventurarme? Pocas pero poderosas razones: no solamente lo que sabemos de su personalidad – callar, nunca, aunque su palabra no fuera solicitada-  sino en todo lo que hizo después, en su propia vida política.  Hizo suyos los valores, las convicciones, los grandes principios que son parte de la esencia de una cultura democrática y plural; los que llevaron a que su padre se convirtiera en uno de los creadores – sí, la palabra no le queda grande – del Estado de Israel e hicieron de Jorge Batlle uno de los paladines del estado judío durante toda su largo recorrido por el escenario público. Fue, sin duda,  el continuador y heredero de un gran patrimonio moral y político – para dentro y para fuera – del que nunca abjuró y al que nunca renunció. Cuando partió para siempre, Jorge Batlle dejó ese gran patrimonio moral y político para las generaciones futuras.

Recordé también, en esa larga caminata entre la Casa del Partido Colorado y el lugar de su eterno reposo, otro momento, totalmente personal, casi íntimo; un momento muy distinto al anterior en dimensiones de tiempo, de circunstancias y de relevancia pública. Pero no por ello menos revelador de un temperamento – sin barreras e inhibiciones auto impuestas – que lo llevaba a querer comunicar a otros, casi obsesivamente, lo que a su juicio era importante y lo que no lo era; que quería convertir a todos los que lo rodeaban, especialmente a los jóvenes, a una fe secular, cada día renovada, que precisaba de ellos para evitar que se cayera al vacío.

A principios de la primera década del 2000, invité a Jorge a mi casa para conversar con un  grupo de aproximadamente 30 jóvenes universitarios estadounidenses que estaban en el país por un par de semanas bajo los auspicios de un programa educativo de hondo contenido social patrocinado por la organización Hillel. Se trataba de jóvenes judíos estadounidenses que querían saber más del Uruguay, su historia y su gente. No se me ocurrió a nadie mejor que Jorge Batlle para hablar de este país a jóvenes angloparlantes.

Sabía que el entusiasmo de Jorge Batlle los contagiaría y que sus conocimientos los deslumbraría. Y así fue. En el patio de mi casa, de pie durante casi dos horas, en una noche muy fresca, casi invernal, hablando en perfecto inglés, puso al servicio de esa menuda tarea todo. Todo lo que era capaz de brindar ese hombre extraordinario. Ante los ojos asombrados de sus jóvenes oyentes  galoparon los caballos de nuestros caudillos y sus bravos combatientes; en sus oídos resonaron las palabras e ideas que hicieron de este país lo que llegó a ser y en sus mentes se prefiguró lo que este país todavía podía y debía ser.

Memoria y esperanza fueron los signos de esa noche. Pero para que la velada quedara marcada en el espíritu de esos jóvenes era necesario que florecieran no solo el conocimiento sino la confianza de que un mundo mejor es posible. Y todo eso lo brindó Jorge Batlle esa noche. Su muerte evocó en mí ese momento mágico e irrepetible. Y con él me quedaré para el resto de mis días.