Profecías

En la apertura del libro 2 Samuel el futuro Rey David entona algunos de los versículos más hermosos de la Torá: “Tu belleza oh Israel, perece en las alturas. ¡Cómo can los poderosos! No lo refiráis en Gat ni lo enunciéis en las calles de Ashkelón…” (1:19-20).

David, niño prodigio de la estrategia militar (véase Goliat), futuro salmista, amante tenaz (de Ionatán a la Sunamita), el gran rey de todo Israel, la figura arquetípica y mesiánica para las generaciones por venir, no sólo es un ser lleno de imperfecciones (que el texto no disculpa), sino que es un ser lleno de remordimientos. Es capaz de pronunciar, parafraseando a Neruda, los versos más tristes y hermosos de nuestro relato fundacional: no hay belleza en la caída de nuestros pares, y semejante tragedia no debe trascender extramuros.

De “Josué” en adelante los textos bíblicos son históricos, luego se convierten en proféticos, y en última instancia recogen sabiduría y poesía para redondear una fuente inagotable de significación y trascendencia. La constante absoluta, desde “Génesis” y hasta “Crónicas”, es el conflicto ético y moral; que no es lo mismo que ser moralista. El texto bíblico no nos ahorra situaciones conflictivas. Será por eso que seguimos ocupándonos de su relevancia para nuestros días. La tradición rabínica y toda la inabarcable exégesis que perdura hasta nuestros días están fundamentadas en los polémicos planteos, bajo la forma de diversos recursos literarios que el Tanaj nos ofrece.

Por eso, no concibo el pavor o el espanto cuando alguien asume brevemente el poco popular rol de la profecía en nuestros tiempos. Tal vez sea anacrónico, pero no deja de ser relevante y provocativo; game changer se dice en inglés. El Tanaj tampoco está exento de lenguaje crudo y agresivo; es la razón que muchos esgrimen para rechazarlo: una sola frase echa por tierra toda una construcción ideológica e idealista.

Hay un diálogo inagotable que traemos desde el fondo de nuestros tiempos acerca de cómo y a qué costos trasmitimos el legado. La angustia de unos se desborda y desparrama sobre la indignación de otros, cuando en definitiva todos corremos tras lo mismo: la memoria, que en términos judíos se traduce en práctica. Cuestionarnos la validez ética de los medios para un fin es práctica de un buen judío, aun cuando éstos sean loables en sí mismos. A veces los medios sucumben bajo la urgencia de los fines.

La comunidad judía uruguaya es pequeña, razonablemente diversa y plural. Sin embargo, hay una opinión pública, en el sentido griego de “la doxa”, aquello que se da como cierto, de que El Judaísmo es UNO (cuando lo único que es UNO es Dios y solamente Dios), se manifiesta en el celo de ciertas tradiciones y obsesiones que se asumen como verdades inmutables, y todo el resto, cuya existencia se celebra y usufructúa, no son más que desviaciones de un modelo auténtico y original; tenaz, aunque equivocadamente, identificado sólo con la ortodoxia.

Salvo quienes ostentan algún tipo de poder o algunos fanáticos de a pie, la mayoría de los judíos uruguayos dejan que cada uno viva su judaísmo como elija. Si alguien osa, sin embargo, cuestionar recursos y medios, entonces todos, aun quienes optan por las “desviaciones”, se escandalizan. Recurriendo nuevamente a mitos bíblicos, es como que Sansón, hostigado y enceguecido, empuje las columnas hasta su colapso y exclame: que muera yo con mis hermanos. ¿Quién empuja las columnas hasta el colapso: el que acusó el statu-quo, o quienes quieren descargar sobre su denuncia todo el peso de una estructura comunitaria ya centenaria?

Amos Oz dijo, en su última conferencia, que había que usar un “lenguaje para curar heridas”, en relación, por supuesto, a la situación de Israel con los palestinos. Oz nunca eludió la crudeza en el juicio; lo cortés no quita lo valiente. Supo decirnos que la cuenta todavía no está saldada.

Oz se inscribe en la mejor tradición bíblica tal como yo la entiendo: la historia va en una sola dirección pero nosotros podemos ser artífices y protagonistas. A veces supone crudeza y otras supone misericordia. Las acciones de los hombres, a veces mínimas, también determinan el curso de los acontecimientos. Si “el que salva una vida salva el mundo entero” (Tratado de Sanhedrin), bien podemos aceptar que quien se atreve a cuestionar algo puede salvar una generación. O, por lo menos, advertir que este pueblo tan resiliente puede, por sí solo, seguir perdiendo tribus.