Encontrar las palabras

Cuando las “protestas” cívicas en Israel contábamos las semanas una a una. Hoy contamos día a día. La diferencia no es sólo la unidad de tiempo, sino la expectativa: hasta el 7 de octubre pasado la esperanza era revertir la “reforma constitucional”; a partir de #Oct7, no hay esperanza aparente.

La realidad sucede en muchos niveles: del virtual al terrenal, pasando por las redes sociales, los medios, la realidad política, la realidad nacional, la familiar, la individual, y la que queda marcada en silenciosos surcos en las arenas del Neguev y Gaza. Ya aramos para florecer el desierto, sino para desraizar las flores del mal.

También hay varias guerras: la real en el terreno; la guerra en las redes, que es gratis y cuya peor consecuencia es ser bloqueado; la de los medios de prensa, que son el relato que elegimos leer; la de las calles de Europa y los campus en los EEUU; la de los nuevos desplazados en Israel, amuchados entre sus conciudadanos; la guerra tan temida a escala global, incluyendo la alternativa nuclear. La guerra que se mide en muertos.

Como judíos en la diáspora durante la “reforma” teníamos el dilema si hablar del tema o no; uno de los miedos era el antisemitismo que se podía desatar al hacerlo. Hoy sabemos que el antisemitismo ruge sólo cuando alguien decide matar judíos en masa; deja de ser un ronroneo constante y anecdótico, una amenaza latente, para convertirse en un peligro real e inminente.

Hoy parecería que hemos elegido no hablar. La hasbará o lobby no es “hablar”, es esclarecimiento. Hablar en un sentido judío es talmúdico, freudiano, filosófico: construir con el discurso. No para el otro, nos quiera o nos odie, sino para nosotros mismos. De lo contrario parece difícil sostenerse en tiempos de tanta fragilidad.

La historia judía, aun desde su origen mítico, está fundada en la palabra, en la soledad del arameo errante, en la supervivencia, en el pacto, y en la obstinación. El judaísmo nunca dependió de la aprobación del entorno; más bien, existe a pesar del entorno. Israel no existe por Auschwitz, sino a su pesar.

El judaísmo ofrece varias respuestas al desconsuelo y la tristeza; incluida la asimilación. No admitir la dimensión de lo trágico es convertirnos en corderos para el matadero; admitir la dimensión trágica supone enunciarla. El concepto de tragedia es griego en su origen y en su idea de la predeterminación, pero se transforma en judío cuando introduce el factor de la esperanza. El Dios que calla nos cede la palabra.

Me atribula no encontrar el lenguaje para asumir esta hora trágica. No rehúyo a la esperanza, pero no sé formularla. No aún. Si no consigo formularla, no existe. La busco en otros. Me obnubilan las redes sociales, las batallas que elijo dar, la argumentación por la fuerza y la acumulación. Nada de eso permite construir el discurso para este tiempo.

Se trata de encontrar una “Torá” que nos hable hoy. O, tal vez releer la original y encontrar en respuestas en ella. “Nuestros sabios de bendita memoria” nos legaron el don de la interpretación y la adaptación, el recurso para vivir cuando todos los paradigmas sucumbieron bajo los escombros de Ierushalaim. ¿Dónde están los sabios judíos de ahora?

El 3er Templo, Israel, no caerá: ni por Hamas ni por una crisis constitucional. No es ese tiempo y no lo será; es este tiempo; y dos milenios no han pasado en vano. El pueblo de Israel vivirá, es mucho más real que el slogan original, Am Israel Jai. Aun así, debemos encontrar las palabras.