Vidui

Siempre ha ejercido sobre mí una fascinación muy sugerente la imagen de Moshé Rabenu mirando hacia la Tierra Prometida (a la que no entrará) mientras Dios la dispone de modo tal que, según el Midrash, él pueda verla toda de una sola vez, en su totalidad (Deut. 32:52). Moshé, el mismo que nos dio la Torá, siempre fue un personaje dispuesto a aprender y superarse: es el líder reticente, es quién escucha a su suegro Itró, y es quien maneja sus conflictos a través del fecundo diálogo con Dios. Así que imagino que parado sobre el Monte Nebó habrá tenido sin duda su momento de epifanía.

Por lo contrario, el estudio de la Cábala me ha generado siempre resistencia. Creo que la Torá es más revelación que ocultamiento, por más que esté llena de vacíos, contradicciones, y arbitrariedades; para mí, es lo que la hace tan humana. Me resisto a creer en secretos que sólo ciertos sabios están en condiciones de revelar; después de todo, “no está en los cielos” dice el versículo (Deut. 30:12). El Rabino Alejandro Bloch me enseñó muchas cosas en su pasaje por Montevideo (demasiado breve por cierto): una, que la Cábala tradicionalmente se estudia bien entrada la edad adulta; y que antes de estudiar Cabalá hay que estudiar Judaísmo. De lo cual deduzco que no son la misma cosa, aunque muchos las confundan.

Para completar esta suerte de atrevida y asociativa trilogía de sabiduría judía hago referencia a Harari-Super-Star, el israelí devenido profeta y gurú, en especial en su último (y como ninguno antes) promocionado libro donde aventura dar respuesta a los grandes dilemas del Siglo XXI. Pero me remito a Yuval Noah Harari, el de “Sapiens”, la verdadera madre de la criatura, donde está todo lo que merece saberse de boca de Harari: básicamente, que somos relato. Sin éste, no somos más que otra especie sobre la faz de la tierra; con éste, somos dueños y señores tal como se nos comanda en Génesis 1:28.

¿A qué viene esta aleatoria asociación entre Moshé Rabenu, la Cábala, y Harari un día cualquiera de la existencia de un tipo cualquiera, como uno? Es que uno deambula por la vida atajando circunstancias, como las llamó Ortega y Gasset, o coyunturas, como dijera mi padre, Iosef, y entre tanto ir y venir, cuando se apoya la cabeza en la almohada y se busca el sueño sin sueños que asegure la reparación del día, uno se pregunta, o se contesta sin preguntarse, o simplemente se asoma a sus propias, humildes, íntimas epifanías. Para luego dormirse y arrancar nuevamente en la madrugada, todo de vuelta.

Hay una edad en que el relato se desnuda y nos enfrenta a ciertas verdades. Hay otra edad, coincidente o no con la anterior, donde uno empieza a entender algunas cosas y cuán alienado estuvo tantos años. Hay finalmente una edad en que uno tiene la certeza del fin, tal vez no el propio (pero siempre auto-referencial), y se pregunta qué estará viendo desde su monte Nebó esa persona que tanto queremos.

Es ahí que se juntan, se cruzan, y se potencian, el feroz escepticismo de Harari, la prudencia hacia la Cábala, y la resignación de Moshé Rabenu. Entonces cunde una cierta desazón, un desamparo, una noción de futilidad. Hay un destino marcado, hay verdades que finalmente se nos revelaron, y el relato que nos sostuvo se desvaneció. ¿Qué queda?

Uno queda, uno es y está. Es tiempo de construir un nuevo relato; es tiempo de enseñar y compartir aquello que uno ha comprendido (o simplemente cree haber comprendido, pero la intención vale igual); y es tiempo de la mayor aceptación y humildad frente a lo que Santiago Kovadloff llamó en su libro sobre Moisés, “lo irremediable”. Porque si bien los tiempos eran otros, y cuando habló de la “mitad del camino de nuestra vida” Dante no pensaba en términos judíos, quienes estamos atravesando esa selva dantesca que nos ha envuelto, tenemos el consuelo bien judío de sesenta años por venir: ya dueños de nuestra propia historia, ya (algo) más sabios, y sobre todo, ya mucho menos omnipotentes. Como dice el Rabino Dany Dolinsky, está en nuestras manos; pero nuestros dedos son sólo tan largos como fueron creados.