Primavera

“Now is the winter of our discontent” declama Ricardo en el Acto I, escena I de “Ricardo III” de Shakespeare; ¿acaso la primavera árabe hundirá los nubarrones en el mar, tal como sigue el famoso monólogo? Todo parece indicar que no. Acaso se trate de fuerzas irracionales del “mal”, tales como las que fascinaron a Shakespeare en el personaje de Ricardo III o de Yago en “Otelo”. Hay algo irracional en este año que se va cerrando de la mal llamada por los medios internacionales “primavera árabe”, cuando en lugar de renacimiento y fecundidad uno sólo ve muerte, caos, una suerte de infierno casi dantesco que se perpetúa en el tiempo. Desde la Libia arrasada por la OTAN y la guerra civil, al Iraq abandonado a su suerte por los EEUU donde explotan bombas casi a diario, pasando por el mitológico Egipto de la plaza Tarir, tan simbólica en boca de los corresponsales de occidente, y por la Siria abandonada a su suerte, por ahora. Mientras tanto Irán sigue su camino sin prisa y sin pausa hacia el poder atómico mientras Occidente se desgasta en sanciones y diplomacia, cuando todos sabemos cómo termina la historia: la opción militar, ejercida o no, sea EE.UU., la OTAN, o Israel. ¿No sería hora de desechar el nombre de “primavera árabe” respecto del fenómeno de rebeliones y guerra civil que atraviesa el mundo musulmán? Porque volviendo a las citas shakespearianas, “What's in a name? that which we call a rose by any other name would smell as sweet”; no importa cómo lo llamemos, es lo que es.

Estas reflexiones mezcladas adrede con alta literatura surgen de ver los noticieros de la BBC en relación con la masacre en el estadio de fútbol de Port Said en Egipto. En América del Sur el fútbol nos dice mucho; a los ingleses también: setenta y tantos muertos son muchos muertos, en cualquier lugar del mundo. Sin embargo, siguen nombrando el fenómeno como parte de la “primavera árabe”: ¿desde cuándo la primavera y la muerte van juntas? Dejémonos de hipocresía. Sea lo que sea que sucede en el mundo árabe, y por cierto no somos quienes para definirlo o explicarlo, no es una primavera, un renacimiento, sino una multiplicación de hechos políticos basados en conflictos étnicos y religiosos. Son guerras civiles, sin metáfora.

En medio de ese mar tormentoso e indomable está el Estado de Israel. Israel. La Tierra de Canaán. Ese es el trozo de tierra en el mundo que hemos llamado nuestro desde siempre. El que nos discuten y cuestionan. Sucede que hace ya un buen tiempo que en Israel no hay masacres, ni actos terroristas. Nadie cubre los misiles que caen periódicamente en el sur de Israel; sólo cubren cuando Israel ataca Gaza en represalia. Una persona con quien compartí un artículo sobre el fenómeno Lapid en la política israelí me comentó su asombro acerca de la ignorancia pública sobre este tipo de noticias y asuntos debatidos en Israel: economía, religión y Estado, naturaleza de la identidad judía. Pero la BBC, la CNN y TVE, por sólo citar algunos, están obsesionados con la “primavera árabe”: primavera ensangrentada y estéril; por ahora al menos. Primavera es fertilidad, nueva vida, nuevas opciones. Cuando en un poco más de un mes llegue la primavera-estación a esa zona del mundo, las flores crecerán en los wadis de Egipto, Israel y los territorios de Gaza y la Autoridad Palestina. Pero, ¿quién estará en condiciones de disfrutarlas? A un año de la explosión del fenómeno, nada ha cambiado, todo ha empeorado, y no tiene salidas a la vista.

En este contexto, cuando uno ve en pantalla los mapas satelitales donde la diminuta sombra del Israel independiente y soberano, queda arrinconada entre el Mediterráneo y el mundo árabe, la historia parece cobrar vida. Esta es “La” historia. Hay algo esencial en esa perspectiva satelital donde en medio de un mundo convulsionado, agresivo y cambiante, un trozo de tierra casi insignificante alberga ideales y sueños. Por cierto, no exentos de enormes conflictos que denotan también agresividad, odios profundos, sectarismos y enormes problemas a resolver. Pero algo impide que ese rincón del mundo caiga en la trampa de las “primaveras” que florecen a su alrededor. Todavía prevalece un criterio de realidad, un pragmatismo basado en una historia milenaria de supervivencia que, por ahora, nos pone a salvo de la demencia fraticida. Nadie está a salvo de contagiarse; nadie tiene derecho a creerse inmune por naturaleza o dictamen divino; eso sería simplemente racista y fanático. O ambas cosas a la vez. Pero los hechos son que, con todos sus conflictos internos, con toda su atención puesta en los vecinos internos (los palestinos) y externos (países limítrofes, Irán), Israel todavía podrá vivir su primavera real. No la inventada y sostenida artificialmente por los medios de comunicación.

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