Hermanos

Génesis es una saga familiar; Éxodo es una saga nacional. Cualquiera de los dos primeros libros de la Torá – la Biblia – está plagado de conflictos y enigmas, cuestiones morales y sociales. Si bien Dios es un “personaje” central de la historia, en realidad la Biblia es un apasionante relato acerca de lo humano. La exégesis bíblica y la tradición rabínica (entendida en su concepto más amplio, hasta nuestros días) se han preocupado de llenar las grietas, los vacíos, y de conciliar las aparentes contradicciones, omisiones, o resoluciones parciales. Esto ha hecho del judaísmo una disciplina tan rica y fecunda, tan diversa y polémica; tan actual. 

En las últimas semanas leímos acerca de conflictos entre hermanos: primero acerca del reencuentro entre Esau y Iaacov, y luego acerca de José y sus hermanos. Pero en realidad la Torá nos cuenta acerca de hermanos desde su inicio, y es un comienzo problemático: Caín mata a Abel. Más adelante en la historia hay un conflicto fraternal entre Isaac e Ismael: si bien ellos no son los protagonistas, sí son los causantes del mismo; la única solución es la expulsión de uno de ellos (Ismael con su madre Hagar). Con Iaacov y Esau sucede lo mismo, aunque la confrontación en este caso es directa: es uno u otro, no hay bendición para ambos. Aun en su momento de reencuentro, abrazos y regalos, las divisiones se mantienen y en definitiva cada uno debe seguir su propio camino. Con José y sus hermanos la historia se torna más compleja. De hecho, son las últimas porciones del libro de Génesis que de algún modo nos van introduciendo del concepto de familia al concepto de pueblo. Cuando comencemos a leer Éxodo, la familia como unidad central habrá quedado atrás para siempre. El hecho es que, en el principio, éramos todos hermanos.

No estamos libres de los conflictos entre hermanos que narra la Biblia: cuando Igaal Amir asesina a Itzjak Rabin se convierte en Caín asesinando a Abel; cuando hacemos la paz con nuestros enemigos, somos Iaacov reencontrándose con Esau y repartiendo las tierras; cuando entre hermanos nos celamos y unos creemos ser mejores que el resto, somos José y sus hermanos. Todos podemos ser José: no estamos libres de ser y actuar con vanidad y superioridad. Todos podemos ser los hermanos: no estamos libres de ser intrigantes y agresivos.

Si bien la historia como familia y pueblo arranca con el mandato de abandonar el hogar (Lej-lejá, Génesis 12:1-17:27), en la primera generación se ponen de manifiesto los conflictos porque sólo uno puede seguir la línea genealógica y cumplir la promesa divina del pacto; los que van quedando por el camino (Ismael, Esau) reciben promesas compensatorias, pero no son La promesa ni implican un pacto. Tan central es la cuestión genealógica, que Vaieshev (Génesis 37:1-40:23) incluye un episodio altamente problemático acerca de concepción, engaños, y derechos que no sólo son centrales a la genealogía bíblica sino que ilustra la importancia de la promesa y la continuidad (nos referimos al episodio de Tamar y Iehuda, Génesis 38). De forma intrincada pero tenaz, la saga bíblica nos lleva de la mano hacia nuestro destino como pueblo.

Está claro que hay un tema con la bendición, con el favoritismo: quién se hará cargo de la continuidad. Sin embargo, con José y sus hermanos esto se desdibuja. Iaacov prefiere a los hijos de Rajel, José y Benjamín, pero todos son sus hijos. Más aun: todos ellos serán fundadores de las tribus de Israel, excepto José, cuyos hijos, Efraím y Menashé, tomarán esa función. La cuestión fraternal se diluye en la cuestión nacional. Pero el simbolismo permanece. Aun hoy nos llamamos unos a otros, como judíos, “hermanos”; la pregunta que cabe es si nos reconocemos. Los hermanos no reconocieron a José pasados los años y vestido como un egipcio; pero su revelación bastó para que lo aceptaran como tal. Otro hijo de Israel, Moshé, precisó de su hermano para ser reconocido y entendido por su pueblo. El hábito no hace al monje, pero cuando no somos parte de una cierta percepción de lo colectivo, nos cuesta reconocernos. Ya sobre la era común, siglos más tarde, ¿acaso los saduceos, fariseos, y esenios, se reconocían entre sí? Por cierto que eran todos “hermanos”, pero las diferencias eran enormes, profundas, y militantes. Está claro que ser hermanos no garantiza ni el amor, ni el reconocimiento, ni la armonía. Del mismo modo en que Iaacov se prepara para el encuentro con Esau, estos atributos deben prepararse, trabajarse, pensarse. Cuando la Biblia comienza con un fratricidio establece claramente que las cuestiones entre hermanos serán un problema central de todo lo que sigue. Aun hoy seguimos, aunque más no sea simbólica o metafóricamente, inscriptos en la saga bíblica.

Está muy bien recordar que somos hermanos. “Recordar” no significa necesariamente acción: por algo una vez el texto dice “recuerda el shabat” (Éxodo 20:8) y otra dice “guarda el shabat” (Deut. 5:12-15); hay un proceso desde una actitud atenta pero pasiva a otra atenta y activa. Tal vez la propuesta sea no sólo pensarnos como hermanos, como familia, sino encontrar los espacios donde podamos encontrarnos, como lo hicieron Iaacov y Esau, José y sus hermanos. Siempre habrá un elemento de lucha interior (Iaacov peleó con un “hombre”), siempre quedaremos un poco rengos, como Iaacov, un poco fuera de nuestro equilibrio personal. Siempre pagaremos un precio personal, dejaremos algo en el camino. Pero tal vez el reencuentro valga la pena.

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