Tierra

Esta semana tuve la oportunidad de volver a recorrer el Uruguay, lo que aquí llamamos “el interior”, en oposición a la centralidad de Montevideo. Hablamos del Uruguay “profundo”, si un país tan pequeño admite una expresión así: la profundidad dada no por la distancia sino por los conceptos de lejanía, soledad, aislamiento, remoción; por otro lado, la costa uruguaya, los balnearios, son diferentes, en todo caso la expresión soleada, vital, de un país que mira hacia sus costas. Entre otros caminos recorridos volví a la ruta 8 que une la frontera con Brasil en Aceguá (Cerro Largo) con Montevideo, en especial a la altura del trayecto Melo-Treinta y Tres. Durante años de viajes a esa zona me fui impregnando de esos pasajes tan poco conocidos y populares, distantes unos 380 kilómetros de la capital; si no es por trabajo o familia, nadie se aventura tan lejos en esa dirección. Sin ser un experto, me animo a afirmar que allí se concentran en unos pocos kilómetros de recorrido las mejores vistas de sierras, valles, quebradas, monte indígena y viejas estancias con casco de piedra. Durante años contemplé esos paisajes llegando o volviendo de Melo: tanto de día como de noche, a través de la bruma que muchas veces se estaciona en las quebradas por donde serpentea la carretera. Pero esta vez me encontré con una sorpresa: un mirador.

A pocos kilómetros de Melo, sobre un promontorio, alguien construyó una entrada para algunos coches y una suerte de deck de madera techado, mirando al valle, las quebradas, los montes y las sierras vecinas en el horizonte. Así de simple, así de revelador. Por primera vez detuve mi trayecto para contemplar el paisaje sin que este se deslizara velozmente frente a mis ojos; toda mi atención estuvo dedicada a ver y escuchar el verdor y el silencio. Seguramente cada uno, en una situación similar, recogerá diferentes sensaciones y asociaciones. Cuando me encuentro frente a paisajes así, tan extensos como abarcativos, tan “totales” respecto a un cierto mundo o realidad, recuerdo el pasaje bíblico donde Moisés sube al Monte Nebó y contempla la Tierra de Israel que Dios pone antes sus ojos, ya que no le permite entrar en ella. Nuestra doble condición como judíos sionistas y uruguayos nos permite generar este tipo de asociaciones: una tierra y otra.

Tal vez sería bueno pensar en el vínculo de los uruguayos con su tierra. Tal vez sería pertinente pensar por qué después de tanto tiempo alguien pensó en construir un mirador para contemplar el paisaje en esa zona tan poco recorrida desde el punto de vista turístico. Alguien pensó: “detengamos la marcha y contemplemos la tierra que nos ha tocado en suerte”. Por cierto, una suerte bastante privilegiada, fértil, rica, generosa. Tal vez el paso siguiente sería organizar paseos a través del monte indígena (ese que provee la leña para nuestros asados), a través de los innumerables ríos y arroyos, y atravesando las extensiones de praderas donde pasta buena parte de la riqueza del país. Con el auge de la ecología como forma de vida Uruguay ha recorrido un camino no menor, pero aún queda mucho por recorrer: todavía miramos demasiado hacia el mar. Acceder a la Quebrada de los Cuervos es, todavía, una aventura y un desafío para un coche normal. Seguramente el país esté lleno de rincones así para ser descubiertos y disfrutados. Poder asociar las expresiones folclóricas con los lugares que nombran contribuye a construir identidad. Hay una identidad nacional que se construye más allá del fútbol.

La Tierra de Israel fue siempre el centro mismo, junto con la unicidad de Dios, de la religión judía. Todo se construye en función a la vida en La Tierra; hay preceptos que sólo aplican allí. El movimiento sionista no sólo propuso una solución política al drama de los judíos diseminados por el mundo, sino que rescató el valor de la tierra como central en la construcción de la identidad judía. Conocerla, trabajarla, cuidarla, recorrerla, se convirtió en el sueño de muchos. A tal punto que para muchos judíos La Tierra desplazó la centralidad de la cuestión divina y se convirtió en un fin en sí mismo; muchos en nuestra generación fuimos educados de esta manera, en base al amor a una tierra, independientemente de nuestra relación con lo divino. La creación del Estado de Israel en esa tierra fue sin duda un momento culminante. A partir de allí La Tierra parece multiplicarse sobre sí misma, hacia su interior: permanentemente surgen nuevos lugares, pequeños rincones, árboles, plantas, oasis, hilos de agua, sitios arqueológicos, sitios de tragedias, sitios de milagros, paisajes recorridos por los personajes bíblicos. En franca contradicción a la opinión de los diez espías, esta tierra no sólo no “devora a sus habitantes” (Números 13:32), sino que nutre su interés ancestral por ella.

Cada país, incluyendo su territorio, tiene su propia historia. Cuando somos parte de dos historias (algo que para los judíos de la diáspora es moneda corriente) tenemos el privilegio de ser una suerte de “estudio comparativo” andante. Llevamos en nosotros mismos lo mejor (y lamentablemente también lo peor) de cada una de las culturas que nos constituyen. No se trata de trasladar historias y vivencias de un lugar a otro, de un pueblo a otro. No es posible, no es inteligente. La diversidad no es sólo una ideología, es una realidad; para que exista, deben haber múltiples unidades homogéneas, que reconozcan como semejantes a unos y diferentes a otros. Poder pensar una realidad con parámetros de otra, sin embargo, puede ser muy desafiante y enriquecedor. A veces focalizamos mucho en el intercambio y la cooperación en términos tecnológicos. También puede haber un intercambio vivencial. Hay que permitirse vivirlo.

· Más leídos ·

Consola de depuración de Joomla!

Sesión

Información del perfil

Uso de la memoria

Consultas de la base de datos