Experiencia

Cuando el lunes pasado, en la NCI de Montevideo, el sofer (escriba) Sebastián Grimberg compartió sus reflexiones previas a iniciar la escritura del nuevo sefer-torá (rollo de la Torá), nadie esperaba el casi íntimo encuentro con los patriarcas que pueblan el libro de Génesis. Al compartir con la congregación sus vivencias como dedicado escriba de la palabra sagrada Sebastián rompió los estereotipos que de alguna manera la mayoría esperaba: no se trataba de un escriba anciano y barbado, solemne y distante, sino de un joven cálido y coloquial que nos hacía partícipes de su experiencia profesional. Como bien dijo, no se trataba de instruir acerca de los detalles técnicos del oficio que eligió, sino de compartir los sentimientos que dicho oficio provoca cada vez que se encara un nuevo pergamino. Así, nos habló de sus despedidas y reencuentros con los patriarcas y de su familiaridad con ellos a causa de dibujar, una vez y otra también,  las palabras repetidas por milenios. Esta introducción pautó la experiencia que viviríamos minutos más tarde, cuando todos apoyamos nuestras manos en el brazo del prójimo para tejer una gran red que desembocaba en “Bereshit”, “En el principio”. Una sensación de tangibilidad, proximidad, verosimilitud, recorrió la piel de las más de cuatrocientas personas congregadas. Nunca “La Palabra” fue tan directa, tan contundente. Del pergamino directo a nuestros corazones, a través del enjambre comunitario.

“Subir” a leer la Torá durante un servicio religioso es sin duda un honor; en la mayoría de las ocasiones constituye un hecho emotivo y significativo, un hito en nuestras vidas. Pero como forma de no desgastar ni dañar el pergamino, el mismo no se toca. “La Palabra” se expresa por medio de la lectura; la escritura, aun a través de un agente, es el hito de una vida: escribir un sefer-torá es un acontecimiento casi generacional. De modo que en lugar de encontrarnos con una ceremonia rígida y formal todos quienes estuvimos allí recibimos un caudal de emociones no ya inesperado, sino difícil de aquilatar. A tal punto, que muchos de los que no pudieron asistir reclaman una segunda instancia para recrear la experiencia. Como dijo el sofer Grimberg, en una metáfora esencialmente judía, todos queremos estar al pie del Monte Sinaí recibiendo la Torá.

Dicho todo esto, ¿cuál parece ser una conclusión? Que la mayoría de los judíos estamos a la búsqueda de experiencias, o mejor dicho, experiencia judía. Como escribe Hans Küng en su libro “El Judaísmo, Pasado, Presente, y Futuro” (ed. Trotta, 1993), el judaísmo puede describirse como una “comunidad de experiencia”. Es por ello que muchos, cuando se les pregunta acerca de lo esencial en su vida judía, se refieren a costumbres culinarias (sabores, aromas), algunos rituales muy básicos, y tal vez algunas melodías. Todo lo que hace a contenidos, aprendizajes, y explicaciones, funciona en otro nivel distinto al de la experiencia. El conocimiento, la profundización en los contenidos y las razones, contribuyen a enriquecer una experiencia que ya estaba allí; no la constituyen, la enriquecen.

Volviendo al tema de nuestro “sofer”: la congregación todavía tiene sed de experiencia. Los cómo y los por qué vendrán más adelante, hay tiempo; el proyecto insumirá hasta bien entrado nuestro 5773 del calendario hebreo. Tal vez esta sed nunca quede suficientemente saciada porque se trata de una sensación ligada a lo más esencial como seres humanos. Por tratarse de “palabras”, la experiencia nos liga no tanto a lo meramente existencial, sino a nuestra particular y única dimensión humana.

Cuando agotamos nuestra energía e intelecto en discusiones acerca del detalle, de los procedimientos de la implementación de cualquier propuesta, estamos perdiendo de captar lo esencial, el sentido, el espíritu que motiva ese proyecto en primera instancia. Lo mismo sucede con nuestra condición de judíos: si lo reducimos a costumbres, sabores y anécdotas, sin buscar oportunidades de experiencia, estamos perdiendo de aprehender lo esencial, fuese lo que fuese. Para muchos judíos observantes, tal como lo describe el rabino David Hartman en su último libro “The God who Hates Lies: Confronting & Rethinking Jewish Tradition” (Jewish Lights Publishing, 2011), a través de un diálogo con su entonces joven hijo Donniel, vivir de acuerdo a la ley judía, la “halajá”, no es tanto una cuestión de cumplimiento de un mandato, sino del potencial de experimentar una vivencia significativa y enriquecedora.

Para quienes mayormente eludimos “la halajá”, ya sea por lisa y llana voluntad o por descuidada omisión, acontecimientos como el que nos ocupa son oportunidades imperdibles de experimentar. Más allá de las banales discusiones denominacionales, más allá de los juicios de valor, más allá de los factores políticos que tiñen las relaciones entre judíos, ser parte de momentos tan significativos puede cambiar nuestra forma de sentir nuestro judaísmo. Por un instante, tal vez, podamos asomarnos a la verdadera dimensión de esa condición que nos reúne. No es un hecho menor. El tiempo que se inició con el “Bereshit” escrito en comunidad es un tiempo de nuevas oportunidades para nosotros y nuestro ser judíos.

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