“Judío de Génesis” y “judío de Éxodo"

Donniel Hartman hace una distinción entre “judío de Génesis” y “judío de Éxodo”. Mientras que el primero se es por naturaleza y nacimiento, el segundo implica un compromiso de parte nuestra como judíos. En Génesis, el pacto es asimétrico: Dios se compromete con nosotros y no nos pide nada a cambio; en Éxodo aparecen las exigencias. La pertenencia en Génesis está pautada por la noción de familia, o una suerte de supra-familia extendida; en Éxodo nos convertimos en pueblo.

Cuando hablamos de denominaciones, corrientes, modos de rezar, celebrar, o dar la bienvenida a nuevos miembros al judaísmo, estamos actuando como judíos de Éxodo. De hecho, la mayoría de las veces perdemos la perspectiva familiar de nuestra identidad a manos de nuestros conflictos políticos e ideológicos. Perdemos no sólo una perspectiva más simple y básica, sino la oportunidad de re-fundar y re-significar nuestra pertenencia. Dicho de otro modo: el judaísmo de Éxodo inicia un proceso de codificación tal que con el correr del tiempo empañará nuestra esencia; las discusiones y artilugios legales o halájicos desdibujan la esencia de nuestro origen: familia, pacto, pueblo o nación.

La propuesta de Hartman viene a cuento a raíz de una reciente situación. Involucra a un amigo de la infancia y juventud con quien, con el correr de los años, y sin animosidad alguna, nos fuimos apartando. Cada uno de nosotros tomó sus opciones y se convirtió en un judío adulto diferente, con enfoques y modos de vida difícilmente compatibles. El cariño y los recuerdos han permanecido, el respeto mutuo profundo y auténtico también, pero las diferencias ideológicas son significativas. Sin embargo, cuando supe que la esposa de mi amigo estaba haciendo “shivá” (siete días de duelo posterior al entierro) por su madre, tomé la iniciativa de visitarlos y compartir con ellos los rezos de la tarde y la noche.

Si bien los ritos y los rezos nos son comunes, no lo son ni las costumbres ni muchos detalles en torno a los mismos. Mi amigo y su familia, y quien esto escribe, vivimos en mundos aparte. Hablamos y nos movemos sobre ejes diferentes, percibimos la realidad en forma poco compatible. Formé parte de su “minián” (grupo de mínimo diez judíos, en este caso sólo hombres), escuché de su boca una muy interesante clase sobre algunos aspectos del duelo judío, y finalizado el servicio religioso, abrazo por medio, volví a mi mundo y mi rutina, a mi vida; ellos siguieron con la suya. Esta ha sido la opción de cada uno de nosotros y está muy bien que así sea.

Pero en la fría tarde, noche invernal de Montevideo me invadió una cálida sensación si no de identidad, por lo menos de pertenencia. No somos iguales, pero somos familia. Como puede suceder en tantas familias, no podemos compartir nuestra vida cotidiana. Pero podemos recordar y honrar nuestro pasado y origen comunes. Tal vez seamos una de las familias más diversas en la historia de la Humanidad, pese a quienes intentan denodadamente uniformizarla en un patrón único y restrictivo. Celebro haber podido ejercer la diversidad como acción, como precepto: porque extranjeros fuimos en la tierra de Egipto; todos somos extranjeros en algún momento o lugar, por lo tanto debemos permanentemente ejercer nuestra sensibilidad hacia el otro. El “extranjero” puede estar en nuestra propia familia. La “extranjerización” es una construcción humana.

Hay un conocido y popular poema de Robert Fulghum que dice: “todo lo que preciso saber lo aprendí en el jardín de infantes”. Mi amigo y yo compartimos esos años y muchos que siguieron. Permanece un sentido de lo esencial humano por sobre las opciones y caminos recorridos por cada uno. Son esos sentimientos los que acudieron a mi en el silencio de la “amidá” (oración silenciosa). Viejos afectos que podemos recrear aun en circunstancias diferentes. Lo familiar como básico y simple. Judaísmo de Génesis.

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