Israel como tierra y como Estado

Israel como tierra y como Estado puede ser percibida de dos maneras: podemos verla como un punto en el mapa o una línea en el horizonte, o hacer zoom hasta la profundidad de sus calles, como si estuviéramos usando Google Earth. Entre ambos extremos hay una infinidad de visualizaciones: desde la vista a vuelo de pájaro de un avión aterrizando, hasta el recorrido en ómnibus de lugares turísticos, o el mero transitar por las autopistas de un punto a otro, mirando de reojo el paisaje rural, urbano, industrial, o inmobiliario. Todas estas opciones de “miradas” hacen a Israel como realidad y nos llenan de orgullo.

Sin embargo, hay una mirada menos frecuente que es aquella que surge de estar en “medio de”. En medio de un embotellamiento, o en medio de una pequeña plaza en un pequeño barrio de Tel-Aviv. Aunque somos visitantes, extranjeros en nuestra propia tierra, en esos momentos nos invade una perspectiva muy específica, desde nuestra pequeñez como observadores de la realidad que se desenvuelve a nuestro alrededor. Aunque no somos parte de la misma, por unos momentos estamos inmersos en ella. Entonces podemos percibir y valorar Israel no ya desde una mirada global, por profunda que sea, sino desde una mirada infantil, básica, como si fuésemos un bebé mirando el mundo boca arriba desde su cochecito.

Los embotellamientos nos dan una magnitud a la vez potente y claustrofóbica del país. La concentración de gente y actividad en tan pocos kilómetros cuadrados genera una intensidad que se torna casi en fastidio. La palabra “paciencia”, un clásico del idioma hebreo –israelí-moderno, adquiere en esas situaciones toda su relevancia. La radio, herramienta tan imprescindible como el aire acondicionado, acompaña nuestra lenta marcha hacia algún lado que no está muy lejos, pero al cual demoraremos mucho en llegar. Los embotellamientos representan a la vez  la fuerza y las frustraciones de un país acotado y amenazado, que vive su rutina como si fuera un país normal: vamos a trabajar por las mañanas, volvemos por las tardes. Como toda la humanidad. Pero no es lo mismo.

A pocos metros de ese lento serpentear de coches, una plaza en medio de viejas y clásicas construcciones de la Tel-Aviv de los años sesenta: cuadradas, básicas, pequeñas, planificadas. Hoy rodeadas de verde vegetación a fuerza de años de riego y cuidado. Calles estrechas, pasajes peatonales; como pequeños kibutzim de antaño pero sin campo. El viejo quiosco de la plaza hoy se ha convertido en un pequeño café con mesitas, mucha sombra, algunos ventiladores, y un entorno tranquilo y familiar. En un momento determinado, una veintena de jóvenes madres, y algunos padres, llegan con sus hijos preescolares que se diseminan en los pocos juegos, patean una pelota, corren y gritan mientras los mayores se juntan y charlan. Nada que no suceda en Central Park o en Villa Biarritz. Pero sucede en Tel-Aviv; más concretamente en Ramat-Aviv. Como en todo el mundo, pero no es lo mismo.

La “normalidad” de Israel como país ha sido un tema que siempre nos ha preocupado a los judíos de todo el mundo. Porque sabemos que hay algo “anormal” en la mera existencia de este país. En buena medida porque parte de la comunidad internacional cuestiona su existencia. Pero en una medida mayor aun porque nosotros mismos, si tomamos una perspectiva histórica, sabemos que esto no es normal, ni corriente. Hace sólo cien años, “esto” que es Israel simplemente no existía. Un poco más atrás en el tiempo, no existía siquiera como idea. Hoy Israel es ambas: una realidad y un concepto. La visión de Herzl fue verdaderamente profética en tiempos modernos; su imagen en un balcón mirando el futuro es profética. El mundo judío necesitaba el Sionismo como alternativa y opción a su identidad. Entre la observancia ortodoxa y la asimilación, el Sionismo ofreció una tercera vía.

En Uruguay sabemos muy bien cómo el Sionismo ha generado identidad. Para varias generaciones, ha sido la principal fuente de la misma. Los movimientos juveniles son el fiel reflejo de esta  corriente, y siguen siendo la principal fuerza aglutinante y espontánea como generador de identidad e identificación. Pero estos movimientos juveniles se nutren de ideales, y los ideales son la visión desde arriba, global, la gran foto. Vemos el poster de la Agencia Judía, pero difícilmente accedamos a la placita de Ramat-Aviv, o a un pequeño centro comercial de una ciudad en desarrollo.

Acceder a esa visión íntima implicaría rever nuestra visión del Sionismo todo. Hace ya tiempo que el Sionismo es mucho más que “hacer aliá”, aunque esencialmente de eso se trata. Pero así como el judaísmo es mucho más que cumplir preceptos, el Sionismo es algo más que vivir en Israel. Ser sionista no debe limitarse solamente a defender “la centralidad” de Israel en la vida judía; eso sería una actitud muy simple y pasiva, meramente declarativa. Frente a esa realidad compleja que enfrenta Israel en lo interno, frente a esa normalidad idiosincrática que es sólo suya, el Sionismo debe lidiar con los problemas que esa realidad pone en evidencia. La integración cultural, el pluralismo, el respeto hacia el prójimo, la convivencia con el extranjero, el cuidado de la tierra, la justicia social; la relación entre religión y Estado. La “normalidad” de un Estado Judío es un anhelo, pero implica un desafío. El Sionismo, como creador de esta “normalidad”, debe realinear sus cometidos y sus aspiraciones. Ya la mitad de los judíos del mundo vive o ha vivido en Israel. Como escribe Donniel Hartman en el artículo que publicamos hoy en este sitio: no se trata de números, sino de estándares e ideales.

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