Desde San Sebastián

Tal vez las horas en un avión, donde el tiempo parece suspendido, literalmente, en el aire; tal vez las mismas horas en un tren, donde el paisaje acompaña acompasadamente el paso del tiempo; tal vez los reencuentros décadas después con viejos afectos, donde nos vemos obligados a admitir, en el otro, el paso del tiempo que nos cuesta reconocer en nosotros mismos. Tal vez por la obstinada obsesión con el tiempo de un calendario cualquiera donde un día sucede al otro. El hecho es que los tiempos que por uno se deslizan convocan el  tiempo que uno transita. Cuando estamos solos, el tiempo es nuestra mejor compañía.

La narrativa bíblica comienza con una precisa indicación de tiempo: “bereshit”, “en el principio”. Más allá de que la teoría de la evolución esté implícita en la historia de la creación, el hombre necesita poner un punto inicial, desde donde todo comienza a moverse en forma inexorable hacia adelante, para no detenerse más. Tan es así, que quienes suscriben la literalidad de la biblia hablan también de “un fin de los tiempos”. Pero así como creamos el concepto del tiempo, inmediatamente creamos su suspensión: a los seis días el tiempo se detiene, descansamos, y comenzamos a contar de nuevo hasta el próximo Shabat. Y si bien Shabat también transcurre, comienza y finaliza, es un tiempo suspendido, una ilusión donde nos ubicamos en otro nivel. Cerrar nuestros teléfonos, no encender las computadoras, no hacer otras tareas habituales, significa abstenernos del factor tiempo.
Hay otra ilusión de tiempo suspendido, único. Es aquel que surge de las posibilidades tecnológicas con que contamos hoy. Mediante cualquier herramienta de comunicación, podemos estar en contacto con otro en un mismo tiempo único, virtual, construido para ese propósito, aunque las horas de uno y otro sean bien distintas. No hay tiempo, podemos neutralizarlo; sólo queda la distancia, que es ineludible. Cuando hablamos por Skype con un hijo que vive lejos, podemos conversar, vernos, compartir imágenes, paisajes, proyectos, situaciones familiares; lo único que no podemos es acariciarlo. Ese es el factor espacio, no tiempo. En una madrugada cualquiera, uno estará por acostarse, el otro estará amaneciendo. Ese tiempo existe, pero nosotros lo neutralizamos mediante la ficción.

Dominar el tiempo ha sido una suerte de obsesión para el Hombre. Como dijera un amigo, el judaísmo es una herramienta de gestión del tiempo muy potente. Por un lado, marca obsesivamente las horas, los días, las semanas, los meses, y los años; por otro lado, marca periódicamente pausas, sabáticos, para neutralizar esa obsesión. El manejo del tiempo es uno de los recursos más potentes en cualquier lenguaje artístico: literatura, cine, artes plásticas, música. La poesía, en su expresión más pura, es un intento último de “decir” sin tiempo. Es la palabra atemporal.

Hay formas más simples y comunes de neutralizar el tiempo. Cuando podemos compartir un vino, un café, o un mate, cuando podemos dedicar al otro, al prójimo, un tiempo cualitativo y no cuantitativo, estamos ejerciendo nuestro potencial de dominar el tiempo. Una sobremesa, una noche de conversación, una carta dedicada y meditada, no son recursos sofisticados. Pero a los efectos reales, son tan efectivos como la comunicación virtual o el ritual sabático. Cada día, podemos apartar para nosotros alguna hora a la que no permitamos sumarse al vértigo de sus veintitrés hermanas.

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