Editorial

Esta semana es especialmente delicada para afrontar la lectura de la Torá y reflexionar en comunidad. No seríamos honestos con nosotros mismos ni con nuestros semejantes si afrontaramos la lectura de la Torá omitiendo sucesos que son noticia ineludible. No para explicarlos, que no es aquí el lugar ni el momento; ni para justificarlos o condenarlos, que es una cuestión de opinión. Si una comunidad es, por definición, una agrupación de individuos, la opinión de cada uno es de cada cual.

Shlaj- Leja, la porción de la Torá que nos toca este Shabat, narra la visita de los espías enviados por Moisés a la tierra prometida para que la exploren e informen al pueblo acerca de ella. La segunda parte de la porción habla de los sacrificios de expiación y perdón, de los diezmos, y finalmente, de los tzitzit, los hilos o flecos que cuelgan del talit y nos recuerdan los preceptos, nuestras obligaciones con Dios.

Lo primero que viene a la mente es el paralelismo idiomático de Shlaj-leja y Lej-leja, la tercera porción de la Torá, en el  Génesis, que leemos poco después de finalizar Iamim Noraim. En aquella Dios instruye a Abraham a abandonar su tierra natal para ir a la tierra prometida. Aquí Dios ordena, a través de Moisés, a representantes del pueblo a explorar la tierra prometida. La forma idiomática hace hincapié en el concepto de hacer del mandato divino un mandato personal. Como si dijera: yo te lo ordeno, pero hazlo tuyo, incorpóralo a ti mismo. La misma forma idiomática la encontramos en verbos como “asé leja”, hazte para ti, tal o cual cosa, o “kaj leja”, toma para ti; como aquella canción de Shalom Janoj, “kaj leja isha ubne la bait”, toma una mujer y constrúyele una casa. Más claro, difícil: hazlo tuyo. Asumamos responsabilidad.

Lo que sucede luego es el planteo de un problema moral. Tanto los diez espías casi anónimos como Caleb y Iehoshua narran acerca de una tierra que mana leche y miel, y traen racimos de uva para demostrarlo; de allí la imagen del Ministerio de Turismo de Israel, tan conocida. Pero los primeros presentan una visión pesimista de la toma de la tierra, de las dificultades que allí encontrará el pueblo, mientras que los dos relativizan estas dificultades mediante la fe en la fuerza de Dios, que acompaña al pueblo desde su salida de Egipto. Cuando uno lee los argumentos de uno y de otro, queda claro que los argumentos de los diez son racionales, o al menos fundamentados, y el texto no omite los fundamentos; por el otro lado, Caleb dice: “Hemos de subir para heredar la tierra porque podemos hacerlo” (Números 13, 30). ¿Qué tipo de argumento es este? Por cierto, no es racional. Pero sucede que Dios no quiere que seamos racionales, sino que creamos en El y le obedezcamos. La frase de Caleb es casi caprichosa, mientas que la argumentación de los diez es, valga la redundancia, argumentativa.

Frente a los tristes hechos  del pasado lunes, que resonarán por semanas o meses, y cuyas consecuencias, a diferencia de la Torá, no están todavía escritas, parece prudente concentrarse en los conceptos de verdad y mentira, de poder e impotencia. La porción de la Torá no narra hechos, sino una confrontación retórica entre dos grupos, uno mayoritario y otro minoritario. Claramente, la historia demostrará que el grupo minoritario tuvo razón, porque Dios está con ese grupo. O en otras palabras: la historia la cuenta el grupo que prevaleció, por minoritario que sea.

Del mismo modo, hoy la cuestión es, ¿quién cuenta la historia? Como en la parashá, todo depende de quién es el portavoz. En otras palabras, qué diario leemos. Lo importante es ser conscientes que nosotros, como judíos, en tanto Israel nos pertenece y somos parte de su existencia, aun cuando no vivamos allí, estamos representados por esa división entre los diez anónimos y los dos nombrados, Caleb y Iehoshua. De alguna manera, todos somos anónimos, parte de una colectivo, y todos somos individuos, tenemos un nombre, una creencia, una forma de ver los acontecimientos. Los hechos no nos son ajenos, estamos involucrados. Hay innumerables opciones para ver la realidad. El dilema no es binario como lo plantea la Torá. El mundo se ha vuelto algo más complejo en todos estos miles de años.

La tierra que devora a sus habitantes, “eretz ojelet ioshveha” (Números 13, 32), como narran los diez espías rebeldes, resulta una metáfora muy fuerte. No son solamente los habitantes de la tierra temibles, la tierra es temible, devora a quien en ella habita. La imagen nos remonta, como dice el rabino Lawrence Kushner, a imágenes de gigantes devoradores de niños, como en los cuentos infantiles. Pero la metáfora sin duda también apunta a “lo irremediable”, usando el término de Santiago Kovadloff, a aquello que está más allá de nuestro poder, y por lo tanto resulta trágico. Para pensar el episodio de la llamada “flotilla de la paz” pensemos en términos de tragedia, y así nos veremos como “marionetas manejadas por un hilo”, usando la expresión de David Grosman en Haaretz esta semana. Los soldados de Israel han sido llamados victimarios, pero también fueron víctimas. Grosman habla de cómo Israel “amarga la vida de un millón y medio de palestinos en Gaza”, usando nuevamente una expresión fortísima, una alusión directa a nuestras fuentes. Pero la vida de Israel y el pueblo judío no está menos amargada por tragedias como esta. La tierra, definitivamente, devora a sus habitantes, y a diferencia de Dios en el relato de Pesaj, no se saltea ninguno. Todos somos víctimas.

El precepto de usar tzitzit resulta simbólicamente relevante porque habla de recordar nuestras obligaciones. Cuando suceden hechos luctuosos como los de la madrugada del lunes, como judíos debemos recordar nuestras obligaciones éticas y morales. No podemos evitarlo, no podemos elegir no hacerlo: nuestra esencia como pueblo es esa. Por eso Israel como país, el pueblo judío como nación, estamos todos sacudidos y perplejos. Aquello que dijera Golda Meir acerca que no perdonaría a nuestros enemigos que nos obligaran a matar a sus hijos es hoy más vigente que nunca. El conflicto con los palestinos, más allá de lo que pensemos acerca de su génesis y su naturaleza, es un conflicto que nos aparta de nuestros propios estándares. El enemigo es tan colosal, tan formidable como los gigantes que describen los diez espías: es la opinión pública, que hoy tiene más fuerza que el poderío militar de Israel.

Permítanme citar al rabino reformista Rich Kirschnen: “la impotencia judía es absolutamente incompatible con la existencia judía; pero el poder judío es absolutamente incompatible con la pureza judía”. En otras palabras: es muy difícil ser un judío justo y a la vez ser un judío fuerte. Tal vez Caleb y Iehoshua representan esta opción: fuertes, heroicos, arrojados, pero piadosos y creyentes. La narrativa bíblica sin duda elige esta opción. La narrativa bíblica siempre ha propuesto estándares muy altos.

La Torá puede y suele ser muy dura en la forma que maneja los conceptos. Pero lo es con todos por igual: con Moisés, con el Rey David, cuando se trata de subrayar sus errores. Todos somos pasibles de error y pecado. Todos podemos redimirnos. Sobre todo, la Torá enseña, por medio de sus historias de conflictos humanos, y por medio de los preceptos que va pautando a lo largo de su narrativa. No perdamos nunca la capacidad de aprender.

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