Lej-leja

El pasado Shabat leímos “Lej lejá”, la porción de la Torá (la tercera del ciclo anual) donde dios comanda al patriarca Abram (no Abraham aún) a dejar su tierra, su familia, la casa de su padre, para emprender el camino a un espacio señalado. Allí comienza el derrotero de aquella familia fundacional; al mismo tiempo comienza un viaje interior en que Abram se convertirá en Abraham y su historia mínima en épica. Por lo tanto, cuando leemos “lej-lejá” no estamos simplemente citando un título que sabemos de memoria, sino recreando un proceso interior por medio de un cuento bíblico. “Lej-lejá” es Sionismo “avant la lettre” pero sobre todo es acerca de nuestros viajes personales; “Lej-lejá” es nacional, simbólico, y personal. Cada uno de nosotros ha recibido, en algún momento, el mandato de iniciar un camino propio y ajeno a nuestros mayores; al mismo tiempo, tenemos la percepción o la convicción de que el momento en que se pronunciaron esas palabras se inició el camino de un pueblo que siempre marcó su propio rumbo, independiente de las grandes corrientes de la historia. 

 

El Oriente Medio que conocemos hoy no tiene mucho de diferente de aquel de la época de nuestros patriarcas. La descomposición de países como Iraq y Siria confirma esta aseveración. Las luchas tribales, las migraciones masivas, el uso del cuchillo (ya sea en las calles de Israel o en los decapitamientos del ISIS), la amenaza de imperios emergentes, y la fuerza de la simbología religiosa nos remiten a tiempos que dábamos por superados. Ahí seguimos nosotros, en medio de todo aquello, aferrados a un pedazo de tierra (territorio más, territorio menos) que hicimos nuestra desde que el patriarca escuchó aquel mandato.

 

El Sionismo fue un segundo “lej-lejá”. Cualesquiera hayan sido las circunstancias que empujaron a Abraham y su familia a moverse desde la Mesopotamia a la tierra de Canaán, algo más que una primitiva necesidad monoteísta interior habrá sido; de igual modo, una Europa inhóspita y amenazante dio lugar a una ideología que nos  ha traído hasta nuestros días. Su vigencia no está en discusión, pero ciertamente ha sufrido cambios y ajustes y seguramente precise más. La confusión de un discurso “sionista” con un discurso de tipo imperialista y xenófobo poco tiene que ver con su motivación original, sea en tiempos de Abraham o en tiempos de Herzl. Si bien la idea de ocupar una tierra implica un cierto desplazamiento de otras poblaciones, esto nunca estuvo en el centro de la narrativa bíblica o sionista. Por el contrario, el centro fue un fin moral y ético que se cumpliría una vez asentada la tierra en cuestión.

 

Si, como han dicho muchos políticos y analistas, Israel es la punta de lanza de Occidente en Oriente Medio, me gustaría proponer una metáfora menos bélica: Israel es el balcón de Occidente mirando al Oriente. Esto implica, por un lado, una fragilidad y precariedad aterradora, a la vez que un contraste violento entre una cultura y otra. Una mera línea (verde o del color que sea) separa un mundo de otro. Si no fuera por el terrorismo sería cuestión de cruzar una calle como hacemos los uruguayos en el Chuy cuando cruzamos a Brasil. Pero más allá de los muros y los puestos de control, el problema no es atravesarlos sino la brecha cultural y, sobre todo, narrativa. Si Iom Haatzmaut, el Día de Independencia de Israel, es la Naqba árabe (día de La Tragedia), poca aporta, más que seguridad, un muro más o menos.

 

“Lej-lejá” da comienzo a una historia que podemos leer de varios modos. Podemos pensar que aún estamos sumidos en el proceso que se desencadenó allí y que, inexorablemente, la historia que la Biblia nos cuenta tienda a repetirse; esta sería un visión fatalista. Podemos leer la historia como ya sucedida: nuestro “lej-lejá” contemporáneo habilita una segunda oportunidad para hacerlo mejor. Esto implicaría leer la Biblia no tanto como historia (que lo es) sino como aspiración (también lo es), como ideal.

 

Desde los tiempos abrámicos a hoy dios ha ido callando y nuestras voces humanas han tomado más y más relevancia; nadie diría hoy que dios “dicta” un texto a una persona, como algunos creyentes afirman acerca de la Torá. Hoy creemos que la historia, los ideales, las propuestas, las realizaciones, son producto de la dinámica y el discurso humana. Dejamos a dios como referencia de aquello que no aprehendemos, como refugio ante el miedo existencial o el desconsuelo personal. Todos nos sabemos constructores de nuestras propias realidades. Sabemos con certeza que “no está en el cielo”: ni la Torá ni la capacidad de mejorar nuestra existencia sobre la tierra.

 

Por todo esto tiene poco sentido seguirnos contando los cuentos de la persecución y la exclusión. Ser verdaderos protagonistas, como siempre lo hemos sido, implica hacer nuevas propuestas. Como las que hizo nuestro patriarca Abraham cuando desechó los ídolos para concentrarse en la unidad de un dios. Sigamos marchando sobre el camino que él emprendió y que tanto nos inspira: un camino histórico a la vez que interior, ético, y creativo. Después de todo, somos aquello que nos hemos propuesto ser.

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