Choques

Si Samuel Huntington popularizó el concepto de “choque de civilizaciones”, que tomó especial fuerza después del “9/11”; si Sygmunt Bauman acuñó el término  “modernidad líquida”; si ambas metáforas han sido largamente abusadas; bien podríamos nosotros denominar como “choque de narrativas” o como “realidad estancada” la situación actual en Israel y en los territorios ocupados. Si lo que precisamos para entender la realidad que nos rodea y conmueve son metáforas, la capacidad de propuesta es enorme. Pero acaso esta tenacidad en el uso de imágenes es sólo un recurso para desdibujar la realidad: un “choque de civilizaciones” es algo así como mamuts trabados en lucha; la cualidad “líquida” de una situación o un estado la relativiza, la minimiza. Como si con estas imágenes tan primitivas e imponentes, la lucha titánica y el agua, quisiéramos minimizar el brillo del cuchillo que agrede o el fogonazo del revolver que pone fin al episodio de sangre. No hay nada imponente en un atentado inesperado a cuchillo y en una respuesta desesperada a balazos. Es tan prosaico y tan terrible como un cuento de Hemingway o de Borges. Valgan las diferencias.

 

 

Esta ola de violencia se desató en torno al área denominada “el Monte del Templo” para los judíos, la explanada de las mezquitas, contra la cual se apoya el Muro de los Lamentos o Muro Occidental, que supo ser ni más ni menos que el muro de contención del monte donde se asentó el Templo de Jerusalém hasta el año 70 EC. Construidas allí las dos mezquitas siete siglos más tarde, este sitio cobró dimensión simbólica también para el Islam. Con la unificación de Jerusalém en 1967 la doble narrativa que encierra ese espacio sensibilizó a uno y otro pueblo. Ya en 2000 una visita de Ariel Sharon a la zona desató la segunda intifada; ahora desató esta serie de ataques indiscriminados cuya duración y consecuencia están por verse.

 

Como dice el “Desiderata”, “escucha…, ellos también tienen su historia”. Está claro que, en este caso, nadie escucha. En la mejor de las opciones, unos se escuchan a sí mismos, pero ninguno escucha al prójimo. Aunque en ambos pueblos hay una gran variedad de matices en torno al tema del conflicto palestino-israelí, cuando un pueblo y otro se enfrentan esas diferencias internas se desdibujan. En una sociedad democrática como la israelí se pueden escuchar libremente todas las voces, pero el régimen que gobierna y lidia con estos temas representa sólo, y escasamente, a un cincuenta por ciento de los ciudadanos en coaliciones nacidas con forceps. Es esa misma democracia que habilita la voz disidente la que a su vez consagra un gobierno conservador y desconfiado. Por otro lado, no me corresponde siquiera intentar explicar la interna palestina.

 

Aclaradas las circunstancias, sin pretensiones periodísticas sino intencionalmente ensayísticas, me atrevo a proponer que las narrativas, de una y otra parte, tal como las hemos escuchado hasta ahora, han perdido su vigencia. La Shoá fue la tragedia culminante del pueblo judío pero por sí sola no lo justifica todo; la guerra de 1948 desplazó una gran masa de población palestina (otra se convirtió en ciudadana israelí), pero esa circunstancia, por terrible que haya sido, no justifica trabar todo intento de negociación. Es hora de contar nuevas historias que sucedan a las precedentes. Es hora de revisar, renovar, y re-significar los mitos que han traído a ambos pueblos hasta estos días, hasta éstas terribles realidades.

 

Yuval Noaj Harari dice en su libro “Sapiens” que la gran capacidad del Homo Sapiens no fue meramente comunicarse y crear un lenguaje. La particularidad de nuestra especie es poder hablar de cosas que no existen, que no están en la realidad, no son ni objetos ni objetivas. Es el lenguaje del mito, las religiones, y la organización social lo que nos ha caracterizado. En el caso de Israel y Palestina, es tiempo de proponer un discurso alternativo. Generar un nuevo léxico para contar nuevas historias y con ello construir nuevas realidades.

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