Diluvio

Si hace dos semanas discutíamos acerca de una equívoca luna sobre Jerusalém, qué decir hoy del profundo eclipse en que vuelve a sumirse ese delicado tramo de la Media Luna Fértil. Las tonalidades rojizas de aquella luna imponente y fantasiosa han teñido hoy la tierra no sólo de la mítica Jerusalém sino de las más prosaicas Tel-Aviv o Kiriat Gat. Como un eclipse se han cerrado los sentidos de los hombres; como ante un eclipse los habitantes de la zona sólo atinan a obstruirse y acusarse. No sólo ya no hay luna, ni fantástica ni real, sino que ya no es relevante. El caos que atraviesa la región desde todos sus extremos se ha vuelto a colar también en Israel. Nos hemos vuelto a sumir en la oscuridad que estamos destinados a combatir.

Ante esta nueva coyuntura, apenas quince meses después del conflicto en Gaza en 2015, se viraliza la sensación de persecución. Se suponía que esta vez estaríamos más preparados. Sin embargo, volvemos a los viejos argumentos y somos incapaces de generar nuevas historias ni propuestas: o es todo culpa de La Ocupación (por parte del Estado de Israel de Cisjordania y Gaza), argumento que nos llega desde Israel y EEUU sobre todo, o es todo culpa del viejo y probado antisemitismo, argumento autóctono si los hay. Es más fácil dividir la realidad en blanco y negro, sin matices. Es más fácil discutir odios y culpas que valores. No sólo estamos más cómodos siendo víctimas que reconociéndonos como victimarios (es obvio), sino que no hacemos el más mínimo ejercicio de empatía. No recordamos que “esclavos fuimos en la tierra de Egipto”.

 

Si sólo me defino como judío en función del otro pierdo la gran oportunidad de enriquecerme y crecer como tal. Desde el otro soy sólo un contorno, una caricatura, un eslogan. Lo paradójico es que nosotros también creamos contornos, caricaturas, eslóganes. Si por el contrario pienso en dos experiencias judías y personales recientes puedo asomarme a mi judaísmo desde otro perfil: acaso de perplejidad, asombro, incluso humildad.

 

El pasado viernes asistimos a un servicio de Kabalat Shabat especial para treintañeros en el Temple Israel en Boston, EEUU; ayer acompañé un minián de duelo en la sinagoga de Yavne en Montevideo. Dos mundos aparte; sugerentemente, ambos ajenos a nuestra forma de vivir el judaísmo y, específicamente, rezar. El profundo e insoslayable contraste entre un espacio judío y otro hace inevitable una reflexión. ¿Acaso me siento más cómodo en un servicio ortodoxo tradicional, con reminiscencias del siglo XIX, con géneros bien diferenciados, con las cadencias cuasi místicas, con el bullicio y la cacofonía, que con la diversidad multicolor de un servicio armónico, instrumental, gay-inclusive, ecológico y con toques hindús?

 

El mero contraste es enriquecedor, aun si somos simples observadores. Exponernos a las experiencias de otro, escuchar SU historia, SUS preocupaciones y aspiraciones, es como recrear la diversidad misma de nuestras fuentes. Hay un camino que es sólo nuestro; hay otros tantos que son de otros. Todos contamos la misma historia, todos rezamos las mismas plegarias, todos nos sostenemos en una misma narrativa. Sólo que la contamos en forma diferente.

 

La proximidad tiende a generar conflicto: filial, fraternal, conyugal. Por qué no dentro de un mismo pueblo. Por qué no entre pueblos vecinos que hace mucho eligieron creer en versiones diferentes de una misma historia acerca de la razón por la cual existimos. Tal vez en este Shabat, el Shabat del diluvio, debamos pensar que al diluvio siguió el arco iris y, con él, el compromiso divino de no volver a destruir la creación. Seguramente no sucederá, por más que parezcamos empeñados en ello.

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