Kipur 5776

Parafraseando a Mauricio Zeleniec en “Identidad” esta semana (No. 179), uno debería preguntarse ¿por qué estamos allí, en la sinagoga, en Iom Kipur? ¿Por qué Iom Kipur nos congrega, creyentes o seculares? Cada uno ha recorrido su propio derrotero y, de un Iom Kipur al siguiente, ha sumado experiencia y vivencias; el actual no será igual al anterior. Como sea que nos paramos frente a esta fecha tan específica y especial, el hecho es que a muy pocos judíos les es indiferente.

 

Mi historia personal respecto de Kipur puede sugerir un tipo de proceso; uno, el propio. Está claro que hay tantos procesos como personas hayan meditado el tema.

Hoy creo que en un principio Iom Kipur tenía que ver con miedo. No el miedo canónico de no ser “inscripto en el Libro de la Vida”, sino el miedo infantil de no ser un buen chico judío. Mi casa era absolutamente laica: el judaísmo pasaba, con singular intensidad, por el idioma hebreo y el vínculo con la tierra y el Estado de Israel. A mí alrededor sin embargo el mensaje era otro: ser buen judío es ayunar e ir a la sinagoga en Iom Kipur. Por suerte para mí, mi familia materna tenía un lugar bien ganado en la sinagoga de la calle San Salvador; con mi abuelo ya fallecido, allí iba yo a acompañar a un tío cuyo mayor sufrimiento no era el ayuno sino la abstinencia de fumar.

 

De modo que yo ayunaba y padecía el ayuno. Iba a la sinagoga y padecía las horas. Caminaba a la sinagoga y padecía cuando desandaba el camino. Cenaba solo antes y después del ayuno. Iom Kipur era un día solitario, acaso de mayor introspección a la habitual. Una fuerza casi gravitacional me mantenía atrapado.

 

Durante los años que viví en Israel, fuera de mi casa, sin “mí” sinagoga ni un mínimo sentido de pertenencia, renuncié a Iom Kipur: ni ayuno ni sinagoga. Hay como un gran blanco en esos años, durante los cuales, evidentemente, lo espiritual o religioso no eran un tema para mí.

 

Iom Kipur comienza a significar nuevamente cuando formo mi propia familia. La comunidad judía montevideana se renueva por ese entonces (1984) con la llegada de un joven rabino, Daniel Kriper, a la NCI. Sus propuestas atraparon a las generaciones que hoy seguimos congregándonos en Bait Jadash. Si bien Iom Kipur aun suponía un cierto estrés, una dedicación total, un compromiso comunitario que uno aún no terminaba de entender, escuchar fue un buen comienzo. Entre los rituales tradicionales en San Salvador al discurso actualizado y melódico en Rio Branco, 2º piso, Iom Kipur comenzó a adquirir otro sentido.

 

Han pasado treinta años desde entonces. Iom Kipur sigue siendo, para mí, un proceso permanente. Una vez que pude bajar mi nivel de auto-exigencia respecto del ayuno y la “dedicación” (horaria) pude recién comenzar a focalizar y profundizar en los textos. Así como hace treinta años comencé a escuchar, a esta altura ya hago mía al menos parte de la liturgia.

 

Iom Kipur no es acerca de “creer”, del mismo modo que el judaísmo no se limita a ello. Iom Kipur es acerca de “estar”: estar predispuesto; estar sensible; estar en paz; estar con otros; estar en familia; estar en acción. Si el judaísmo supone conducta, Iom Kipur supone actuar el despojamiento: ayunamos, nos abstenemos, nos confesamos. Al final del día volvemos a escuchar el Shofar en su versión más desgarradora e ilimitada: la gran “tekiá”. De las entrañas de la creación a lo inabarcable en ella. Volvemos a casa a literalmente “devolver el alma al cuerpo” después de un día en que dedicamos nuestra alma a dios; creamos o no creamos, recemos o no recemos, temamos o no temamos.

 

Iom Kipur es tal vez el día judío paradigmático. El que nos permite corregir y enmendar, pedir perdón y ser perdonados, y seguir adelante con nuestras terrenales vidas.

 

Tal vez eso supe, en mi vasta ignorancia, cuando con trece años ayuné y caminé hasta la calle San Salvador por primera vez.

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