La sangre derramada

¡Que no quiero verla!" encabezaba Federico García Lorca su poema "La Sangre Derramada". Hay algo muy primitivo en la corrida de toros donde muere Ignacio Sánchez Mejía, a quién Lorca dedica, entre otros tres, este poema; hay algo salvajemente primitivo también en el cuchillo que mató a la joven Shirá y el fuego que consumió al lactante Alí. Tal vez alguien pueda, algún día, en algún momento, producir poesía desde la muerte del mismo modo que Lorca produjo su "Llanto...". La diferencia es que, en el caso de Lorca, el dolor es personal y acotado, lirismo puro; en el caso de Shirá y Alí, el dolor es colectivo, nacional, y abrumador.

 Irónicamente, los dos pueblos se han "unido" (tomado el concepto con pinzas esterilizadas) en torno a estas tragedias provocadas por un mismo, xenófobo odio. Homosexuales o palestinos, el "otro" es ajeno, y punto. Jamás podrán estos fanáticos usar el inspirador término de Benedetti, "próximo prójimo". Todo empieza y termina en una identidad absoluta y excluyente; identidad como idéntico, no como naturaleza del ser.

El toro al que canta Lorca cercenó una vida. La sangre derramada en crímenes terroristas, de tipo político, tienen como propósito también cambiar la historia. Muchas veces lo logran. Si el terrorismo no pagara, no estaría tan difundido. No sólo genera "terror" en el sentido más básico de la palabra, sino que condiciona y transforma la vida de quienes lo padecen. Como uruguayos o argentinos sabemos cómo el terrorismo cambió la historia. Como israelíes, sabemos cómo condicionó la vida de un país: no sólo agudizó los sentidos de alerta; también obligó a construir un muro para encerrarnos dentro. El asesinato de Rabin abortó un proceso cuyo fin son sólo especulaciones, pero ya nunca lo sabremos: un disparo cambió el curso de la historia. El "9/11" agudizó el instinto aislacionista estadounidense y dio lugar a guerras que padecemos hasta hoy, catorce años más tarde.

Es a un nivel estrictamente humano donde los hechos de la semana pasada pegan; y pegan duro. Como explica el rabino Ariel Kleiner durante los ritos de duelo judíos, nuestra tradición nos enseña que ante el dolor de una muerte debemos estar presentes y callar; es que "no hay palabras". Sin embargo, los medios se han inundado de palabras. Para mí, todas huecas y estériles. Que hablen los líderes israelíes, los rabinos, Grandes o chicos, los autores consagrados, los periodistas tendenciosos, los iluminados de la izquierda y los demagogos de derecha, nada aporta. Es un intento vano de no ver la sangre, de ocultarla con palabras o, como diría otro poeta español, León Felipe, "con cuentos"; "... sé todos los cuentos".

Detrás de estos muertos y de todos los muertos en las guerras, en actos terroristas, en accidentes militares, en todo lo que esté vinculado a "La Guerra", yace un conflicto tan profundo y salvaje, tan ritual y sangriento, como una corrida de toros. La Tierra se ha convertido en una gran plaza en cuyos rincones se alternan los muertos, y dónde las victorias son pírricas porque nadie gana. Casi, casi, se ha convertido en un espectáculo morboso para el resto de la humanidad. Es cierto: la Humanidad mira más atentamente si el muerto es un niño palestino que si es un soldado israelí; como si éstos no fueran niños... estamos matando generaciones, estamos asesinando el futuro.

Niego rotundamente la afirmación que todos somos culpables, que todos tenemos las manos manchadas de sangre. Deploro que estos cadáveres sean usados como puntas de lanza ideológica. El juego político y el sistema electoral israelí nada tienen que ver con la consciencia de los israelíes, y a estos efectos, de cualquier judío en el mundo. Sí, los hay fanáticos: uno, algunos de ellos cometieron estas barbaries. Pero la mayoría, allá y aquí, somos amantes profundos y convencidos de la vida. La elegimos desde Deuteronomio 30:19 y no hemos claudicado jamás.


Como el poeta, no queremos ver la sangre derramada; como el poeta, nos hacemos cargo. El poeta escribe su poesía. El historiador registrará la historia. Todo eso es para el futuro, para construir futuro y memoria. No derramemos palabras como sangre: en vano. Callemos en profundo pesar y respeto; si hablamos, hagámoslo con mesura y respeto. Nadie consolará con palabras a las familias de Alí y Shirá. No hay consuelo.

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