Editorial 27.02.10

Editorial ya publicada el 27.02.2010

Escribir una editorial cada semana supone una rutina y un desafío. Implica reflexionar acerca de lo que sucede en nuestro derredor y que nosotros consideramos digno de ser pensado.

Esta semana surge claramente el tema de liderazgo. Desde la decepción y la incredulidad a la esperanza, aquí y allá, los hombres y mujeres que habitamos este planeta necesitamos un líder. Por eso, aquellos que denotan liderazgo, triunfan. No son las ideas, ni los logros, ni la genética las que hacen la diferencia; es un valor intangible que hace de unos líderes y de otros meramente seres muy capaces. Cuando un hombre o una mujer de estas características surge, no hay razones que valgan: el liderazgo prevalece. Cuando no surgen líderes, hay un espacio para otros, personas más corrientes con grandes aptitudes. Pero no son líderes.
La falta de líderes genera un vacío. La caída de un líder genera perplejidad, desconcierto, incredulidad. La construcción de un líder, por el contrario, genera confianza, esperanza, proyectos. La permanencia de un líder dará lugar a los cambios, porque sólo un líder puede vencer la resistencia al cambio de las mayorías. El retiro voluntario de un líder dará lugar a luchas por el poder por el poder mismo. Sin liderazgo, la expresión de los ideales será más difícil; y más aun la concreción de los mismos.

Pero en el fondo, y ni siquiera tanto, los líderes son seres humanos como nosotros. No están exentos de errores, debilidades, pasiones. Estas permanecen generalmente en el plano privado, incluso íntimo. Las virtudes y fortalezas son públicas; son lo que constituyen la cualidad y esencia del liderazgo. Mientras este sea el statu quo, el liderazgo se sostiene. Cuando se quiebra, las consecuencias pueden ser terminantes o relativas. Pero en todo caso, pondrán el acento en el lado humano de esa figura. Esta simple ambivalencia es el talón de Aquiles de cualquier líder; será utilizada por sus enemigos en la primera oportunidad que se presente; generalmente se presenta, porque esos enemigos están atentos. Así como seguidores incondicionales, los líderes tienen enemigos acérrimos.

Por ello ser líder no es sólo cuestión de carisma. No es un asunto cosmético, de apariencia, atracción, discurso. El liderazgo implica hondura y honestidad intelectual, ideales, y un sistema de valores propio, coherente, verosímil. A los líderes se les perdona picardías, pero no mentiras. Ser líder es poner en riesgo la imagen que uno tiene de uno mismo, porque esta es el reflejo de lo que uno, como líder, produce en sus seguidores. No es un espejo. Es una “devolución” transformada por la subjetividad del otro, el que nos percibe. Por eso para que haya liderazgo se precisa aquellos que quieran ser liderados. Una personalidad voluble, llana, conformista, no hace un líder; de esos hay muchos. Líderes, pocos.

Podríamos entrar en infinidad de casos de líderes, concretos y reales, con su historia, sus éxitos, sus fracasos. Líderes con nombres propios. Pero queremos evitar nombres propios, justamente por la sensibilidad que ello acarrea. Como dijimos más arriba, somos todos seres humanos regidos por las mismas necesidades. El error es, precisamente, pensar que un líder excede lo humano. Tal vez aquellos que mueren prematuramente consigan este status, muy a pesar suyo. Pero un líder vivo es un líder falible. Esa es la prueba, permanente, de su capacidad de liderar; su vida es una prueba permanente, sus exigencias enormes. Por eso son tan pocos, relativamente.

Cabe una última pregunta: ¿qué responsabilidad nos cabe a nosotros, los liderados? Todos tenemos una tendencia innata a confiar en un líder. Pero a la vez, tenemos la obligación de confiar en nosotros mismos. Nosotros somos la otra mitad del fenómeno. Sin  gente pasible de ser liderada, no hay líderes. El liderazgo lo consagra la gente. El líder consagrado por sí mismo es un dictador. Cuando se genera una confianza colectiva genuina y legítima probablemente surjan líderes duraderos. Cuando la necesidad de liderazgo en realidad resiente el espíritu crítico y curioso de una sociedad determinada, la fragilidad de un líder desnudará las debilidades propias de ese grupo. Como siempre, y en tantos aspectos de la vida, se trata de un sutil equilibrio. En definitiva, la estatura de un líder la damos nosotros mismos. Siempre que él o ella respondan a nuestras expectativas. Es un proceso dinámico y profundamente humano. Somos nosotros con nosotros mismos, proyectados en otro que nos representa y se hace cargo. Cuando no hay un líder, la sociedad debe hacerse cargo. Hasta que surja el próximo.

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