"Shinun"

Leemos la Torá en un ciclo anual en forma regular y continua por ya más de dos mil quinientos años. Como decía el sofer Sebastián Grinberg, año a año nos encontramos con los entrañables personajes bíblicos: el texto no cambia, pero nosotros sí. El Abraham que encontramos con cuarenta años poco tiene que ver con el que encontramos veinte años más tarde cuando ya somos sexagenarios. ¿Acaso ellos envejecen con nosotros? Este año asumí un desafío personal en la forma de un blog donde comento la porción semanal de la Torá: www.lecturasposilbes.blogspot.com . Es una disciplina y un desafío. Muchas veces me surge la necesidad de hacerlo de a dos; el texto es demasiado denso o encriptado o simplemente no puedo concentrarme o abstraerme lo suficiente.

No hay duda que es un esfuerzo intelectual. Si mi disciplina persistiera, sería interesante comparar estos apuntes de 2014/2015 con otros similares dentro de quince años.


Lo que con la Torá es un precepto en realidad nos surge naturalmente. Quién no ha leído un libro más de una vez; quién no ha visto una película hasta el hartazgo; qué niño no quiere que le cuenten el mismo cuento cada noche; quién escapa a la fascinación repetitiva de los diversos CSI o Seinfeld o un simple teleteatro. La repetición nos constituye y nos reasegura. El paso progresivo del tiempo, como en la vida real, es imperceptible. Leer la Torá cada año nos da una sensación profunda de permanencia, aun cuando de pronto nos encontramos con nosotros mismos muy cambiados.

Obras mayores como las grandes novelas, con sus mundos imaginarios autónomos y verosímiles nos desafían cuando las encaramos una segunda o tercera vez. La obra permanece inerte en el texto, mientras nosotros latimos frente a ella. Transcurre un tiempo ficcional que ya conocemos, pero corre el nuestro propio, desconocido. Pasan los años, volvemos, una vez; y otra.

Leí tres veces "Historia de Amor y Oscuridad" de Amos Oz. Habrá una cuarta algún día, no tengo duda. Algún día podré acompasar mi lectura a los recuerdos del narrador; mientras tanto he leído una obra sionista, una obra profundamente judía, una obra sutilmente humorística, una obra poética, y una obra trágica. Sé, sin embargo, que aún tengo mucho que leer en esta última camino; todavía no he crecido tanto, no ha pasado suficiente tiempo.

Vi innumerables veces "Orgullo y Prejuicio" y "Apolo 13". Desde la primera vez sabía, en ambos casos, cómo terminaba la historia, del mismo modo que lo sabía en la historia de Oz. Me gusta que me cuenten el cuento. Ambas películas dominan el arte de contar en forma magistral. Con el correr de los años (y en estos casos puntuales no son tantos) los rasgos de personalidad de Elizabeth Bennet y Mr. Darcy así como los procesos interiores del Capitán Lovell y su tripulación adquirieron nuevos significados. Uno se vuelve más temeroso del prejuicio; uno asume con más resignación que hay lugares que ya no pisará.

Del historiador Paul Johnson recomendaría tres libros, en el siguiente orden: su "Historia de los Judíos"; su "Estados Unidos: La Historia"; y su "Historia del Cristianismo". El primero lo he releído ya decenas de veces, en forma parcial e intensiva y en forma más general y superficial. El capítulo I de la "Historia del Cristianismo" ya lo he leído docenas de veces. La historia de los EEUU tal vez sólo una vez, aunque he vuelto a su capítulo introductorio: nadie ha explicado mejor que Johnson el fenómeno de la conquista de América desde sus inicios.

No sólo me resulta fascinante la narrativa histórica de Johnson, el fluir de los hechos que narra, sino que su lógica y capacidad de conexión de los mismos es incomparable. Podré seguir leyendo hasta el cansancio el primer capítulo de cualquiera de sus "Historias": difícilmente sea suficiente. La repetición en este caso, asociada con el paso de los años, es un ejercicio de inmersión, de ósmosis permanente entre un mundo que ajeno (en este caso histórico, en otros ficcional) y nosotros.


En menos de un mes volveremos a contar acerca de la salida de Egipto. El texto será el mismo, el desenlace también. Si cuando llegamos al final y nos deseamos estar el año próximo en Ierushalaim podemos reconocernos en algo diferentes, no habremos repetido la Agadá en vano. Por algo nos hacemos la pregunta: ¿qué ha cambiado esta noche? Probablemente lo único que haya cambiado es uno mismo.

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