Navidad 2014

La tardecita, noche, de éste 24 de diciembre será un momento de quiebre para nosotros, los judíos que elegimos vivir fuera del Estado de Israel. Estará finalizando la festividad de Janucá y comenzará el conteo hacia la medianoche, la Misa de Gallo, y la Navidad. De nuestras modesta luz de las velas a la parafernalia lumínica navideña, o como las llamamos en Uruguay, "las fiestas".

Históricamente hay una brecha de unos doscientos años (grosso modo) entre lo que conmemora y celebra Janucá y lo que recrea Navidad.

Temáticamente la brecha es también importante: Janucá conmemora un levantamiento militar para restaurar un modo de vida, mientras que Navidad celebra el nacimiento del mesías para los cristianos.

Ambas festividades conmemoran milagros: en un caso el aceite que debía durar apenas un día pero dura ocho; en el otro un nacimiento anunciado y milagroso. Ambas festividades tienen que ver con la esperanza: la rebelión macabea y posterior dinastía hasmonea hizo posible un reino judío independiente por poco más de un siglo; el nacimiento de Jesús es el punto de partida de un teología de esperanza y salvación mesiánico. La diferencia es que el empeño macabeo es derrotado por Roma, mientras que en el siglo IV es Roma quién se convierte en cristiana y difunde y sostiene la nueva religión. Mientras los judíos seguirán esperando al mesías, los cristianos esperarán la parusía, la segunda venida.

Con todo el mundo iluminado, sea en las heladas noches del invierno nórdico o en las cálidas noches del hemisferio sur, los judíos nos sentimos un poco fuera de encuadre. Aun si supimos hacer uso de la hermosa oportunidad de encender velas, cuando llega Navidad el aire queda invadido de una alegría que nos cuesta ignorar. Para muchos judíos, especialmente los no observantes, la opción es reunirse puertas adentro como hace el resto de los vecinos, dejar que el tiempo corra entre charlas y comidas, y disfrutar del día libre. Algunos optarán por acompañar amigos no judíos en su celebración. Otros ignorarán el día adrede. Una semana más tarde festejaremos el Año Nuevo que, por alguna misteriosa razón, nos iguala con nuestros semejantes. Año Nuevo tiene también un trasfondo religioso relacionado a la vida de Jesús (su circuncisión), pero ha sido despojado de este sentido para universalizarse y laicizarse. Después de todo, el día del año nuevo es la convención internacional por la cual la humanidad ha optado medir el tiempo.

Aprendí a hacer mía la Navidad a fuerza de elecciones de vida. Estoy seguro que no soy una excepción sino un caso mucho más común de lo que se admite. Cuando me ha tocado no celebrarla (vale decir, no estar en un marco que la celebre), la he extrañado. Cada año que fui parte tuve plena consciencia de que, si bien no era “mi” festividad, sí lo era para gente que quise y quiero. Con todos sus conflictos familiares, las reuniones navideñas apelan al amor, el encuentro, y sobre todo abren un tiempo de esperanza. ¿Quién quiere ser ajeno a tal propuesta? No yo, por cierto.

Ser judío liberal, abierto al mundo, lleno de contradicciones, no es fácil. Más aun cuando uno trata, día a día, de dotar a su judaísmo de mayor relevancia y significación. No es que al judaísmo le falte amor, encuentro, o tiempo para la esperanza; cada Shabat es un tiempo de amor y encuentro, cada Rosh Hashaná inicia un período de recogimiento, introspección, y nuevo aliento para seguir adelante. En cada festividad decimos: “el año próximo en Jerusalém”, mensaje mesiánico si los hay. Pero no podemos ni debemos sustraernos del entorno. Hacerlo implica un mundo tal vez más “puramente” judío, pero humanamente menos gratificante. Después de todo, somos lo que somos en función de otros que no lo son.

 

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