Coyuntura

El conflicto en la frontera entre el Estado de Israel y Hamas en la franja de Gaza ha puesto de manifiesto dos narrativas judías conflictivas entre sí: por un lado un "discurso" agresivo y fuerte justificado por el derecho de Israel a su defensa propia; y por otro lado una cierta perplejidad ante la erupción de un antisemitismo hasta ahora latente a nivel mundial, manifestado tanto en términos diplomáticos como populares, desde Francia a Uruguay, pasando por Bolivia.

 Con la colonización de la Palestina de entonces bajo el Imperio Turco primero y el Mandato Británico después por parte de los judíos surgió la necesidad de la auto-defensa. La causa de fondo para esta necesidad viene del fondo de la historia: los pogromos en la Europa oriental. Desde la rebelión de Bar-Kojba en 132 e.c. los judíos no habían vuelto a armarse ni a combatir.

La destrucción y desolación sembrada por Roma en Judea no sólo dispersó a los judíos por todo el mundo occidental, sino que determinó su naturaleza por los siglos venideros.

Con el Sionismo como movimiento de redención nacional surgen otro tipo de reivindicaciones: el uso y resurgimiento del idioma hebreo; el trabajo de la tierra mediante la agricultura y el pastoreo; y el derecho a la defensa propia. Cualquiera de estos tres elementos fueron centrales en la construcción identitaria de la nueva población judía en la tierra de Israel.

En la diáspora también fue cambiando nuestra percepción de nosotros mismos. El Estado de Israel nos brindó a los judíos en todo el mundo no sólo un país del cual somos todos ciudadanos potenciales mediante la Ley del Retorno, sino un marco de referencia, una concretud y expresión política al ser judío. El orgullo fue contagioso, y los logros y triunfos de Israel dieron mayor confianza y libertad a los judíos en todo el mundo. Dicho de otra manera: no había por qué soportar el antisemitismo; apareció una opción.

A casi setenta años de la creación del Estado éste no sólo lucha por su existencia sino que debe justificarla permanentemente. Mientras tanto, las acciones de defensa propia, muchas de las cuales tienen daños colaterales graves y terribles, han generado una nueva ola de antisemitismo popular y oficial a nivel mundial. Para muestra, los uruguayos hemos vivido tres semanas de declaraciones por parte de funcionarios de alto rango (Presidente de la República y Canciller) que no dejan de asombrarnos ni bajan su tono con el correr de los días; por el contrario, se agravan.

Es tal el estupor ante tanto desborde judeo-fóbico, que no sabemos cómo manejarlo. De pronto nuestro orgullo nacional, expresado en el Sionismo como el derecho a la autodeterminación del pueblo judío (no como ideología imperialista como se define desde campos antisemitas), se ve atravesado por un temor atávico, tan latente como la xenofobia que lo causa. Pareciera que la historia dio un salto mortal hacia atrás cien años para recrear los más viejos vicios de la humanidad. Ya ni hablemos de la "negación de la Shoá", ésta se ha tornado en un tema menor; hoy el Estado de Israel, nacido de las cenizas de la Shoá, es el genocida. Sería irónico si no fuera terrible.


Hoy día ser judío implica un vínculo, quiérase o no, con el Estado de Israel y con su gobierno elegido democráticamente por quienes allí viven y mueren. En la diáspora, hemos quedado atrapados entre nuestro orgullo como judíos y las acusaciones por serlo. ¿Cómo se maneja esta nueva realidad? ¿Con bravuconadas pasionales y agresivas, o con silencios y temores? Seguramente hay un camino del medio, pero no será fácil de transitar: no sólo el extremismo arrastra y contagia; también nos habíamos olvidado lo que era ser acusados.

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