Sionismo

Como adultos y especialmente como padres nos desvela la preservación de la comúnmente llamada "tradición" judía; prefiero llamarla "narrativa" judía. Con el transcurso del tiempo nos vamos dando cuenta cómo hemos construido esta narrativa para nuestros menores, sean hijos, alumnos, o simplemente generaciones que siguen a la nuestra. Cabe preguntarse en cierto punto de la vida cómo se construyó la narrativa que lo hizo a uno judío; cómo llegamos a ser lo que somos hoy como tales. A lo largo de los años todos sufrimos cambios y nuestro ser judío se va transformando; pero hay un momento, como en todo lo que nos constituye como personas, en que lo judío se instala como un sentimiento incorporado, irrenunciable.

 Si no fuera así, seguramente habríamos comenzado un camino más o menos lento e inexorable hacia la asimilación; ya sea en nuestra generación o en la siguiente. Hay un momento en que la semilla del judaísmo prende, o no. Tratar de saber cuándo y cómo esto sucedió es toda una introspección.

En mi caso, mi judaísmo no se instaló ni por tradiciones religiosas, ni culinarias, ni por la memoria de la Shoá, la cual mis abuelos eludieron saliendo de Europa con anterioridad. Nunca encontré lenguaje común con muchos de mis amigos y compañeros cuyos padres ocultaban sus números tatuados o preparaban las festividades con mucho tiempo, aromas, y expectativa. La mía era una casa uruguayamente laica, alejada de las sinagogas y el olor a pescado, donde no se escuchaban historias de Shoá. Mi casa, sin embargo, era una casa sionista. Cuando en estos días festejamos Iom Haatzmaut y conmemoramos Iom Hazicarón, reconozco que allí está mi semilla judía germinada y floreciente. Los años me han permitido fertilizarla, enriquecerla, pero allí está el principio de mi narración judía: el amor a la tierra de Israel como centro de lo judío. Ni la idea de dios, ni las discusiones halajicas, ni las tradiciones, ni las fuentes, ni el nacionalismo facilista y fanático, ni el guefilte fish ni la jalá serán para mí tan iniciáticas como la noción de la tierra. Mi historia comienza, como la de nuestro patriarca Abraham, con Lej lejá. El mandato parece haberse instalado en la genealogía de mi familia para quedarse.
Mis padres fueron pioneros sionistas. Cómo esa ideología se hizo carne en ellos es otra historia, pero el hecho es que lo fueron y ese hecho condicionó sus vidas, y la de sus hijos y nietos, para siempre. Mis padres fueron "iordim", gente que dejó Israel cuando ser "iored" era poco menos que vergonzoso; hoy la expresión está perimida: la gente simplemente hace "aliá", o deja Israel. Mis padres fueron kibutznikim, y padres de un niño en un kibutz. Mi padre fue empleado público en una ciudad en desarrollo, Beer-Sheba en 1958. Un día decidieron tomar un barco y volvieron a Uruguay. Con ellos trajeron el hebreo, el espíritu austero, cierto pudor, y la sensación de un sueño roto; todavía no existía la perspectiva histórico-nacional que tenemos hoy, más de cincuenta años después. Sus hijos, mi hermana y yo, crecimos con la certeza de que Israel era nuestro lugar en el mundo. Hoy uno está aquí en Uruguay, otro allí en Israel. Los nietos van y vienen. Lej-lejá, una vez más.

Crecí con poemas infantiles de Bialik y long-plays de Yaffa Yarkoni. Cariñosamente nuestros padres nos decían "motek", no "meidele". Los kneidalaj de Pesaj se llamaban "kadurim" (pelotas). Se recibía "Maariv" en una edición en papel de avión cada semana, en hebreo. Se hablaba hebreo. Los primeros grupos sociales de mis padres fueron shlijim que venían a las escuelas de la red; ellos eran los anfitriones, y grandes amistades se cimentaron en esos años. Fuimos alumnos fundadores de la Escuela Integral.

Entre mis nueve y trece años se prendió mi semilla personal, la que luego me nutriría cuando yo fuera padre. Tuvimos la enorme suerte de recibir dos maestros en la Escuela que determinaron nuestro judaísmo para siempre, y el hecho de que la mitad de mi generación viva hoy en Israel es prueba de ello. Primero Yael Avni, hoy Ulmer, con su exótica trenza y sus atrevidos pies descalzos, su Jalil, y su kabalat shabat de juegos y canciones. Después, Zeev Dorot, con su acordeón, su interminable inventario de canciones y anécdotas, su capacidad de contar los mejores cuentos. Cuando fui padre activo de la misma Escuela quise siempre recrear el espíritu de aquellos años; creo que pudimos aproximarnos bastante.

Fui, viví, estudié, trabaje, y volví. Nunca pude desprenderme de lo que soy, y como dijera mi maestra de primer grado, la inolvidable Haydeé, siempre tuve el corazón partido. El amor a la tierra de Israel, la cultura de los paseos y el conocimiento de la tierra, las historias y tradiciones, los actos de heroísmo, el desarrollo, me permitió ver al Uruguay de mi infancia ahora con otros ojos. Porque ser sionista es, primero y sobre todo, mirar la tierra con amor. Saber que nuestro lugar en el mundo es allí, no donde nos toca o elegimos estar; y aunque no estemos por no querer o no poder, sabemos que ese es nuestro lugar. El sionismo es la esencia misma del ser judío en la medida en que nunca estuvimos del todo allí. Lej lejá no es un mandato divino, es un mandato interior. No es un precepto, una mitzvá, sino un estado del alma. El sionismo es un concepto mesiánico, una aspiración permanente y siempre parcial.

Celebro cada vez con más consciencia y conocimiento, Pesaj, Rosh Hashaná, Iom Kipur. Hasta cuento el Omer, y me llena de significado. Pero me emociono de verdad, profundamente, cuando entra el Shabat en Israel y respiro esa atmósfera única que se genera allí. He aprendido a cantar los salmos y disfrutarlos, a regocijarme con Lejá Dodi, pero nada me emociona más que Arik Einstein (Z'L) con sus canciones del viejo Israel.


El sueño de un Estado Judío ha cumplido sus formales sesenta y seis años. Pero la tierra ha estado allí siempre, desde aquella promesa mítica, ancestral, y fundadora, hasta las aliot que se siguen sucediendo. Del vasto inventario que el judaísmo nos ofrece, yo fui bautizado judío por la tierra de Israel.

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