Elecciones

La única e ilusoria forma de negar la capacidad de elección es ignorar las elecciones con las que no estamos de acuerdo. Desde el momento que alguien (persona o colectivo) elige "algo" que otro individuo o grupo no validan, la única forma de negar esa elección es hacer como que no existe. No hay secreto más secreto ni realidad más real (valgan las redundancias) que aquellos que no queremos ver.

Este fenómeno sucede tanto en el plano personal como en el colectivo.

En el primero, quienes entienden que la suya es la única opción, pasan por la vida perdiendo de comprender aun a sus seres más próximos y amados en pos de perpetuar una concepción de vida, ideología, o tradición; así, terminamos desconociendo padres, cónyuges, hijos, hermanos, incluso amigos: no reconozco lo que no comparto.

En el plano colectivo, muchas veces institucional, funciona el "no reconocimiento".

Se establece un canon y se está dentro o fuera, no hay matices: esto es válido y aquello no, esto es verdadero y aquello una versión desdibujada y no válida: "no está reconocido". ¿Reconocido por quién? El problema con negar nuestra capacidad de elegir es que conduce a los quiebres: familiares, institucionales, colectivos. Todo tiene, tarde o temprano, un punto de quiebre.

Viene al caso un ejemplo del mundo de los perros de pedigrí: la raza Akita. La misma es de origen, indiscutido, japonés. En los EEUU, como con tantas otras razas, ésta se convirtió en un ejemplar notoriamente diferente al que establece el estándar japonés. Finalmente surgen dos razas: el Akita, y el hoy Akita Americano (antes Gran Perro Japonés); a tal punto que en algún momento, por absurdo que pareciera, cada uno competía en un grupo diferente según la clasificación de la Federación Cinológica Internacional. Si bien como ejemplo puede sonar banal, como en tantas otras situaciones los perros nos enseñan mucho acerca de nuestras conductas. De igual modo, los seres humanos siendo notoriamente iguales tendemos a separarnos en grupos por "razas", etnias, religiones, opción sexual, y así innumerables factores. El problema no es la diferenciación sino la descalificación.

Ni los ciudadanos árabes ni los ultra ortodoxos en Israel hacen servicio militar, cada cual por sus razones específicas. Este fenómeno, ahora en discusión y en proceso de cambio en el caso de los ultra ortodoxos, tiene por supuesto orígenes concretos, históricos, políticos, e ideológicos. Sin embargo, en el fondo subyace claramente una noción de desconocimiento del prójimo. Existe, pero no lo vemos ni lo tomamos en cuenta. Paradójicamente, ambos colectivos comienzan a hacerse presentes en forma incontrastable. Podemos no querer verlo, pero allí están. De alguna manera, cada grupo, de acuerdo a su naturaleza, deberá ser parte del colectivo.


Lo mismo sucede con las corrientes del judaísmo. Podemos no reconocerlas pero están allí, pujantes y generando nuevas realidades. El argumento del "no-reconocimiento" por parte de alguna autoridad (Rabinato de Israel por ejemplo) es un argumento plagado de prejuicios y fundado en el temor. Los contratos y actos en el judaísmo son llevados a cabo por iguales, por testigos que surgen del seno de la comunidad, no por autoridades jerárquicas. La autoridad en el judaísmo siempre tuvo que ver con la sabiduría, no con la jerarquía institucional. Hay sabios en todas las tiendas de tu pueblo, oh Iaacov (de Números 24:5).

Se nos dice que, en la época del Talmud, los hijos de Shamai e Hillel se casaban entre sí como una forma de atemperar las profundas pero muchas veces sutiles diferencias entre ambas escuelas. Hoy no podemos decir lo mismo: para muchos rabinos, muchos judíos no califican como tales para casarse con otro judío. Con todo el esfuerzo de preservar el "klal Israel", el colectivo más general, la negación de las elecciones de nuestros semejantes no puede sino conducir a rupturas, más tarde o más temprano. Si una colectividad no puede generar instituciones paraguas que incluyan todas las opciones habilitando una mínima convivencia, difícilmente esta colectividad no se resquebraje hasta la extinción. Cuando muchos hablan del peligro de la asimilación como la gran amenaza a la vida judía, tal vez debiéramos pensar en nosotros mismos, puertas adentro, como la mayor amenaza a nuestra existencia.

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