Tiempos

En sus ficciones tempranas Mario Benedetti describía el tiempo cíclico e inmutable de personajes grises y cotidianos hasta que un momento de epifanía joyceana por un momento transformaba sus vidas para, casi de inmediato, estrellarla contra un fatal y asordinado desenlace. Martín Santomé en “La Tregua”, el narrador en “Noche de Gloria” (“Montevideanos”), o el propio Ramón Budiño en “Gracias por el fuego” son todas variaciones de lo inevitable. La noción del tiempo que se repite inexorable, desprovisto de esperanza, adquiere mayor fuerza en contraste con esos momentos únicos y efímeros en que los personajes creen haber encontrado cierto significado en sus grises vidas. Sin embargo, así como comienza, la historia termina:  con su “apática ternura hacia Dios”.

Cuando cada día durante siete semanas contamos el Omer entre Pesaj y Shavuot parecería que los judíos nos empeñamos en una práctica obsesiva y, en tiempos modernos, inútil. El ritual de contar cada día y cada semana en la progresión de una festividad a la otra parecen fuera de contexto en esta época donde literalmente toda la información está a un par de clicks de distancia. Sin embargo, no sólo contamos el Omer: contamos cada semana los días que llevan a Shabat, y del mismo modo los diez días que nos llevan a Iom Kipur en el mes de Tishrei. En suma: contamos y contamos y somos conscientes de que el tiempo transcurre y lo llenamos de mojones, señales, y significado. Si nuestra liturgia y literatura nos recuerda permanentemente que “esclavos fuimos en la tierra de Egipto”, contar y dar sentido al tiempo es el principal recurso contra ciertos tipos de esclavitud, la misma que describe Benedetti en las obras citadas.

Hay tiempos en nuestras vidas en que todos somos Martín Santomé, esperando fatalmente un cierto momento en nuestras vidas sin saber exactamente qué sucederá después. Del mismo modo, también somos Ramón Budiño, luchando con nuestros más profundos fantasmas y tratando de superar un designio fatal. Así como en ambos relatos el amor y la esperanza se dan brevemente la mano, el judaísmo riega nuestro calendario de esta noción de tiempo y esperanza. Si trascendemos la obsesividad del ritual y nos relajamos un poco podemos, tal vez, disfrutar de la sensación del tiempo que transcurre en alguna dirección y no en forma meramente cíclica. Contar no los días que dejamos atrás sino los que nos restan por vivir, como si cada uno de ellos fuera no uno sino todos los días.

También hay tiempos en que nos gana no sólo la incertidumbre sino la confusión. No sólo no podemos vernos en función al tiempo sino en función al espacio: dónde estamos parados, sobre qué nos sostenemos. Una vez más, el ritual y la liturgia, si persistimos en ellos, nos dan la oportunidad de ubicarnos en un tiempo y un espacio específicos donde cierta certeza puede permearnos y aplacar nuestras ansiedades. Resulta difícil para nosotros pensarnos en esos rituales en forma diaria y permanente porque mayormente nos sentimos Ramón Budiño y tal vez un poco Martín Santomé, pero de vez en cuando encontramos refugio en esos momentos tan tenaces y rígidos que impone nuestra tradición.

Cuando uno piensa en la función de lo religioso en la vida de los laicos piensa en término de situaciones terminales, el consuelo frente a la enfermedad o la muerte, esa “apática ternura hacia Dios” de la que escribe Benedetti en “Sábado de Gloria”. Sin embargo, esa ternura con toda su apatía y hasta incredulidad está presente en el personaje de Avellaneda en “La Tregua” o en Dolly o Marcela en “Gracias por el fuego”. Como la celebración de Lag Baomer esta semana pasada, basta con un día de llamarada para interrumpir la tristeza y lanzarnos a los días venideros con renovadas fuerzas y esperanza. El judaísmo, y a esos efectos cualquier religión bien entendida, procura prolongar las epifanías que Joyce o Benedetti reducen a momentos.

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