Amor y oscuridad

Cuando hablamos de lo judío el calendario impone. De ritos a tradiciones, las fechas en algunos casos rigen, en otros condicionan, los actos y la vida de quienes adhieren, en mayor o menor medida, a ese calendario. Hay judíos que se sienten tales pero no toman en cuenta el calendario; es posible, es válido. Sin embargo, dejar de tomar en cuenta los días, sin llegar al extremo de contarlos como hacemos durante el Omer  (los días entre Pésaj y Shavuot), nos va alejando imperceptiblemente de lo judío, como un objeto que flota en el mar y que de pronto nos damos cuenta que ya no podremos alcanzar por el devenir de la corriente. Mantener vivo el judaísmo es, en algún momento en el año, sujetarse a él, traerse junto a él. Muchos eligen IomKipur; otros este período de conmemoraciones y festejos nacionales modernos que van de IomHashoá a Iom Haatzmaut, pasando por Iom Hazikaron. La Shoá, los miles de muertos en las guerras de y los atentados contra Israel, y el Día de Independencia. Como nos enseña nuestra tradición, la alegría se celebra pero la tragedia está siempre presente, el recuerdo siempre vigente.

 

Así como los sabios o rabinos de la época del Talmud agruparon, ordenaron, y normaron las festividades bíblicas y agregaron otras de tipo más nacional que religioso, en la época moderna hemos sabido hacer lo mismo con estas fechas tan recientes y significativas. Para muchos, ellas están incorporadas al calendario hebreo tradicional como parte integral del mismo. Para muchos estos quince días están pautados por los actos y los recuerdos que ellos convocan, los festejos y la alegría por nuestra tan postergada soberanía en un Estado propio. Si se mira con perspectiva histórica, el Día de Independencia del Estado de Israel es la culminación de un segundo éxodo: mientras que el éxodo de Egipto tiene mucho de simbólico, éste es también real. Tenemos el privilegio de haber sido, ser, parte de esa historia bíblica que leemos desde el libro de Éxodo en adelante.

Cada época produce su propia historia, su propia narrativa de los hechos. En estos días uno puede elegir contar cuentos de heroísmo, anécdotas de pioneros como contaba el inefable Efraím Kishon, o cantar canciones nacionalistas y de amor a la tierra de Israel. La producción es vastísima y de calidad. Personalmente, este año elijo volver a una novela que como pocas supo conmoverme y sumergirme en una época y una experiencia desde un punto de vista íntimo y único, tal como nunca había podido apreciar: “Historia de Amor y Oscuridad”, de Amos Oz. Si Israel quisiera obtener un segundo Premio Nobel de Literatura (Agnon fue el anterior en 1966) debería apresurarse en buscar algún entendimiento concreto con la Autoridad Palestina de modo que la Academia Sueca tenga seriamente en cuenta a Amos Oz, largamente merecedor del galardón. Sin embargo, no se trata de ahondar en consideraciones de tipo político ni en las virtudes literarias sino en la experiencia artística de la lectura y su significado histórico.

Oz titula “amor” y “oscuridad”. No hay duda que su referencia es sobre todo personal, tanto en el nivel familiar como social, en esa Jerusalém claustrofóbica y pobre de la primera mitad del siglo XX, previa a la creación formal del Estado. Su propia familia no es sino un mundo en miniatura dentro de otro mundo igualmente “oscuro”. La oscuridad, sin embargo, viene de mucho más atrás: de los umbrosos bosques europeos y la vida en la Europa “iluminada” y judeofóbica. Es misma Europa que sus padres y abuelos admiraban, en contraste con un Israel primitivo y pobre, albergó la más profunda oscuridad para los judíos. La novela de Oz teje con singular sensibilidad historias, anécdotas, recuerdos, alusiones literarias, para construir un camino de la oscuridad a la luz: un camino personal y nacional. De las historias de su madre, llenas de miedos y terribles fantasías, a sus propias caminatas matinales en el desierto que rodea su ciudad de Arad, los contrastes son elocuentes.

¿Cuál es el “amor” del que habla Oz en el título? Si queremos pensarlo a nivel familiar, la idea de amor es, por lo menos, ambigua; aunque el amor siempre tenga algo ambiguo y conflictivo cuando madura. El amor, en contraste con la oscuridad, podemos encontrarlo en la esperanza. El proceso de crecimiento del propio narrador es un recorrido de la oscuridad al amor: de la pérdida terrible a la nueva vida en el kibutz y los mismísimos atisbos del futuro que salpican la novela. Del mismo modo, la historia reciente del pueblo judío nos condujo de la oscuridad de la Shoá a la luz y la esperanza del Estado. No en vano el programa “Marcha por la Vida” está construido bajo esta premisa.

Como en la novela, el crecimiento no está exento de dolor y conflicto. La pluma de Oz se torna más brillante cuando más sutil y ambiguos son los sentimientos y conflictos que ilustra. De ser un niño solitario y meditabundo en una Jerusalém sitiada recorre un camino de maduración hacia el kibutz para convertirse en aquellos pioneros que imaginó y admiró de niño. Con él lleva el bagaje de la sabiduría de sus padres, su tío Joseph Klausner, su admirado Agnon, su temible Tchernikovsky.  Ya sea desde Arad hoy, o desde Jerusalém entonces, o desde el propio kibutz, Oz carga consigo a los clásicos rusos, a Sherwood Anderson y sus historias mínimas, y una herencia cultural producto de migraciones y desventuras. En términos de Independencia, lo notable es que Oz lo carga en hebreo.

Cuando festejamos nada menos que sesenta y cinco años de independencia formal y soberana, siendo “un pueblo libre en nuestra tierra”, como dice el himno nacional “Hatikva” (La Esperanza), vale la pena echar una mirada menos nacionalista y más humana a la experiencia de redención nacional de la que nos ha tocado ser parte. Es una historia que recién empieza, mientras dejamos atrás otra historia que no quisiéramos repetir. El contraste entre el festejo colectivo, muchas veces demagógico y deshumanizado, y la mirada íntima y sensible de un autor comprometido puede darnos una vivencia mucho más honda de estos tiempos de regocijo.

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