Nomenclatura

Cuando religión, etnia, cultura, y nacionalidad se conjugan en una sola identidad surgen confusiones. Uno puede ser uruguayo y católico, argentino y judío, brasilero y musulmán. En esos casos claramente se distingue nacionalidad de religión. Cuando uno nace judío es además muchas otras cosas en relación a su ser social y político. Cuando se trata de una conversión probablemente la diferencia está más clara porque el camino de la conversión formal pasa por un rito religioso; uno deja de ser católico para convertirse en judío, por ejemplo. Ser judío implica, por esencia e historia, un conflicto en lo que respecta a identidades. Mayor o menor según el individuo, pero conflicto al fin.

El pueblo judío y sus integrantes, tal como los conocemos y denominamos hoy en día, somos producto de un largo, milenario (en un sentido literal) proceso histórico: de ser marginales “habiru” (parias) o “hebreos” nos convertimos en “Hijos de Israel” (“Éxodo”) o “israelitas” para finalmente ser más popularmente conocidos como “judíos” hasta el día de hoy. Esta historia de denominaciones tiene además del relato histórico puro un relato mítico y de significación. Si bien “hebreo” corresponde a la época nómade que narra el Génesis, mientras que “israelita” corresponde al resto de la Biblia hasta la destrucción del primer templo, el proceso que estos cambios de denominación reflejan es mucho más complejo y rico que la simple narración lineal. Como “hebreos” fuimos una gran familia que creció y cuyas vicisitudes nos fundan; como “israelitas” nos convertimos en pueblo, pactamos con dios, y recibimos una revelación, una verdad. Como “judíos” no sólo sobrevivimos a imperios y tragedias y terminamos de dispersarnos por el mundo, sino que construimos nuestro propio destino, nuestra propia red de supervivencia, y finalmente nuestro Estado soberano, el Estado de Israel. Desde el enclave de la provincia de Judea, y más concretamente desde Jerusalém, la dispersión significó crisis y oportunidad. En castellano los términos “hebreo” o “israelita” están en desuso. Se usó “israelita” porque “judío” era peyorativo en Europa, pero el término ya no es actual. Es cierto que la mayoría de las instituciones judías del Uruguay se auto denominan “israelitas”, pero esto obedece al uso antedicho que trajimos desde le Europa profundamente antisemita. Somos judíos, producto de esa sumatoria que en forma por demás simplificada intentamos resumir en el párrafo anterior. Por lo tanto, no somos ni hebreos ni israelitas. Sin embargo, hay un cuarto término en danza: “israelí”. Este caso es simple: israelí es aquel nacido en Israel o que haya adoptado la ciudadanía israelí, del Estado de Israel. Por la “Ley del Retorno” del Estado de Israel todo judío que lo desee es, automáticamente cuando emigra a Israel, ciudadano. Por lo tanto, potencialmente, todo judío podría ser israelí. Pero hay una decisión del individuo de por medio. Vale la pena aclarar que, a diferencia del criterio rabínico más rígido, el criterio del Estado para definir “judío” a los efectos de ciudadanía se remite al criterio usado por los nazis: todo aquel que tenga un abuelo judío. También hay israelíes que no son judíos sino árabes o cristianos o drusos. La ciudadanía israelí no es exclusiva, aunque la Ley del Retorno aplica sólo a judíos.

Una vez aclarada esta aparente superposición de identidades vale la pena reflexionar acerca de sus implicancias en la actualidad. En tiempos de conflictos permanentes en Medio Oriente, y cuando Israel como país es percibido como el país fuerte y hasta “dominante” e “imperialista”, “agresivo” o incluso “genocida”, muchos judíos se refugian en la distinción entre Israel-país e Israel-gobierno. La distinción no vale: como en todo país regido por un criterio democrático, el gobierno es la consecuencia de los votos de sus ciudadanos. Nunca más claro que en las últimas elecciones en Israel, donde las cartas políticas quedaron jugadas en manos totalmente inesperadas. Si operarán los cambios que se reclaman por parte de la población es otro asunto, pero el régimen democrático permitió cambiar la ecuación política. Netanyahu, Primer Ministro del Estado de Israel, no es un dictador impuesto sino un líder electo democráticamente. Aun quienes no lo votaron al parlamento entienden que es el único capaz de liderar un gobierno. Los que votaron son “israelíes”, judíos o no. Los “judíos”, por el mero hecho de sertales, no tenemos derecho a voto en Israel. El pueblo judío tiene otros organismos donde como judíos estamos representados. Por lo tanto, si bien no podemos separar el gobierno del Estado en Israel, tampoco podemos confundir las prioridades de los israelíes en el país donde viven con la de los judíos en los países en que vivimos. Este tipo de conflicto se manifiesta con mucha claridad en la comunidad judía de los EEUU, por numerosa, autónoma, y poderosa. También se percibe claramente en la comunidad argentina.

Existe otro punto confuso en esto de la nomenclatura judía: el Sionismo. Merecería un capítulo aparte, por cierto extenso y complejo, pero si estamos pensando en denominaciones debemos pensar a qué nos referimos cuando hablamos de “sionista”. Por ejemplo, siempre decimos que los judíos uruguayos somos mayoritariamente “sionistas”, mientras que sabemos que no sucede lo mismo en Argentina y menos aun en los EEUU. El Sionismo es un movimiento político cuyo fin fue la creación de un hogar nacional judío y en definitiva un Estado soberano como forma de terminar con los problemas de persecución y antisemitismo. Fue parte de un fenómeno de movimientos nacionalistas surgidos en Europa y tuvo su punto culminante con la creación del Estado de Israel en 1948 y la absorción masiva de judíos de todo el mundo desde entonces. De 600.000 judíos en aquel momento a seis millones hoy, el éxito del proyecto es contundente. Sin embargo, cuando decimos “sionista” hoy, siglo XXI, no hablamos estrictamente de emigrar a Israel sino de poner al Estado judío en el centro de nuestras prioridades y de nuestra identidad como judíos. Ser sionista implica reconocer en el amor a la tierra de Israel y el Estado en ella erigido un valor central del ser judío, como lo es la religión, las tradiciones, la cultura, el lenguaje, o las comidas típicas. Quienes no piensan de ese modo son judíos pero no son sionistas; el Estado de Israel no es esencial a su identidad como judíos. Miles de judíos vivirán sus vidas judías sin que Israel sea su centro sino un ingrediente más de su sistema de fe o pertenencia. Esto es algo que nos cuesta entender en la comunidad judía uruguaya por su sionismo activo y militante.

Más allá de definiciones y controversias, judío es aquel que se siente parte de una historia y una tradición, que se autodenomina como tal. Es aquel que se siente parte de la narrativa judía en toda su vastedad y complejidad y no le rehúye. “Israelí” es aquel que emigra a Israel y desde entonces se convierte en tal. Israel, por su parte, es un Estado donde todo judío puede ser ciudadano. Las realidades del Estado de Israel y los judíos del mundo muchas veces se cruzan, algunas veces generan conflicto, y otras corren por carriles distintos. Es una dinámica permanente y cambiante. Israel como país tiene su propia idiosincrasia, sus propias prioridades, que muchos judíos desconocen o simplemente no comprenden. También sucede a la inversa. Forzar una identidad es desconocer la complejidad de lo judío. Cuando alguien busca simplificar los temas bien puede ser para debilitar los flancos. Por eso vale la pena, de vez en cuando, aclarar.

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