Palabra

Contaba el Rabino Ariel Kleiner de la NCI de Montevideo acerca de la semana pasada en comunidad: dos familias escribieron su porción de la Torá en el marco de la escritura de un nuevo rollo; más de doscientos cincuenta chicos de todas las edades escribieron la porción “Lej Lejá” del mismo proyecto en el marco del campamento de verano en Colonia; y se llevaron a cabo dos servicios de Kabalat Shabat: uno en Punta del Este y otro en Montevideo. Podemos pensar en muchos elementos que atraviesan estos momentos. Elijo quedarme con la palabra. Somos comunidades de palabra. No “palabra” como mero compromiso caballeresco y pundonoroso, sino “palabra” en un sentido casi bíblico y fundacional de voluntad y acción. Si “la palabra de dios” fue el motor de la creación, la palabra del hombre no le va en saga; nuestros sabios nos han acostumbrado al uso de la palabra como motor del desarrollo humano. Supone un poder de abstracción que nos ha permitido llegar a niveles poco creíbles de desarrollo como especie y a niveles impredecibles de sensibilidad como individuos.


Cuando compartimos la palabra en una comunidad estamos apelando al valor no tanto creativo sino curativo de la misma. Cuando compartimos la palabra en una rueda de amigos cercanos, el factor curativo crece; cuando dialogamos con otro, cabeza a cabeza y corazón a corazón, el factor curativo se dispara. El silencio y la soledad, sin embargo, pueden ser un valor en un mundo sobre-comunicado; pero el exceso de ambos sólo conduce al quietismo, la apatía, la desesperanza, la tristeza, por no hablar de ciertas patologías. El exceso y el sinsentido de la palabra, por lo contrario, conducen a la vanidad y banalidad, al vacío semántico, a la misma quietud y chatura que deviene del silencio. En definitiva, la palabra es su propósito y su contexto.

Cuando vamos a un templo vamos en busca de la palabra. Cuando vamos a un médico vamos en busca de la palabra. Cuando vamos a un psicólogo por cierto que vamos en busca de la palabra. Cuando tomamos un café con un amigo, la palabra nos convoca. Cuando contamos anécdotas en torno a una mesa con viejos amigos, la palabra nos aliviana el día. No hay duda acerca del valor terapéutico de la palabra. Aquel a quien la palabra le fluye está más cerca de la sanación que de la enfermedad. Hablar es como abrir una herida infectada para drenar su contenido enfermo.

Seguramente casi todos podemos referirnos a experiencias de angustia o confusión, de enojo y resentimiento, de envidia y frustración, de soledad y desesperanza que, sin cambio alguno en los factores objetivos que causan estas sensaciones, se superan por medio de la palabra. A diferencia del nivel real y objetivo de una situación, la palabra puede actuar en forma inmediata, casi mágica. Las soluciones concretas a las circunstancias del momento llevan otros tiempos y esfuerzos; son procesos que tienen su propia dinámica y ritmo; la realidad es una, aunque haya múltiples percepciones de la misma. La  palabra refiere a la percepción y también tiene su dinámica independiente, autónoma. Es bueno que ambas fluyan en forma simultánea, aunque paralela, de lo contrario la brecha no sería sostenible. La palabra no es “divina” en el sentido de que no modifica por sí misma la realidad, no genera orden en el caos como hace dios en Génesis.

La palabra sí genera consuelo, esperanza, lazos, nuevas percepciones y comprensión de la circunstancia que atravesamos. La encontramos en las oraciones religiosas, formulada y diseñada con un propósito; la encontramos en la poesía y la prosa, en la lírica y la épica, en todo lo dicho o escrito por otros que adoptamos como nuestro; la encontramos en el ámbito libre del debate, político o filosófico, que enmarca nuestro devenir cotidiano. Cuando nos enfrentamos a lo inexplicable o incomprensible debemos recurrir a la metáfora. La metáfora es la palabra en su nivel sensible en oposición al nivel racional. Lo perceptible se expresa con una frase; lo inasible con una metáfora.

Sea como sea, la palabra es el génesis y el silencio es el cierre. Como el de Moshé, el nuestro es un viaje tartamudo en busca de la palabra. No sólo para ordenar y juzgar, sino para servir de consuelo y esperanza ante la desazón del momento.


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