Galeano & Cia.

Una guerra, por breve que sea, deja secuelas. La primera, más terrible, es la muerte. Llámense daños colaterales, asesinatos selectivos, objetivos militares, o víctimas del terrorismo,  todos tienen un mismo apellido: muerte. Alrededor de la muerte el hombre ha construido sus ritos y más tarde o más temprano da cierre al doloroso proceso de aceptarla. En algunos casos, un muerto se convierte en mártir y símbolo y su iconografía se despega del hecho histórico para tomar vida propia: Rabin, Arafat, el Che, Kennedy (John F.).

Una guerra deja también nuevas realidades, modifica la historia, la condiciona, quiebra los rumbos, nos descoloca, nos modifica. La Guerra de los Seis Días fue breve y exitosa para Israel, tal vez junto con la misión a Entebbe en 1976 su momento más glorioso desde el punto de vista militar: inequívoco en su justificación, contundente en su ejecución, y estratégicamente fundamental. Si todo hubiera funcionado tan ejecutivamente como en el tratado de paz con Egipto de 1979 (tierra por paz), la ocupación de territorios sirios y jordanos se hubiera visto justificada. Los jordanos renunciaron a sus pretensiones sobre Cisjordania a favor de los palestinos, liberándolos a su suerte; Siria nunca fue un interlocutor decidido y el Golán no es el Sinaí. Jordania firmó la paz con Israel a cambio de nada. O de mucho: buena vecindad y desarrollo.

La guerra de 1967 enfrentó a Israel con una nueva realidad: ser ocupante. El proceso de consolidación de un Estado geográficamente viable se transformó en una suerte de aspiración imperialista no justificada, cuando implica controlar y dominar a un pueblo bajo coerción y fuerza. Israel, y por qué no el pueblo judío, o parte de uno y de otro, asumió un rol que nunca estuvo preparado para asumir, que ni siquiera estaba en su “ADN” nacional. El pueblo judío siempre fue perseguido, no perseguidor. De pronto la realidad es otra, toma vida propia, y nos enfrenta con nuevos conflictos. Es ahí cuando debiera surgir nuestra dimensión moral y nuestra imaginación y esfuerzo para encontrar caminos alternativos al uso de la fuerza.

La guerra deja secuelas. Como bien dice Amos Oz en una conferencia frente al grupo J-Street en los EEUU, no se trata de sentarse a tomar café. Se trata de proponer soluciones viables y de compromiso. Tal vez algún día tomemos café, pero mientras tanto hay mucho que trabajar en lo básico: el discurso. Tanto cuando escuchamos declaraciones de políticos y diplomáticos en ambos bandos y entre los intermediadores; cuando vemos las noticias en alguna cadena informativa, dependiendo cuál elegimos; cuando leemos artículos de opinión; cuando escuchamos a las víctimas de un lado y otro del conflicto, estamos escuchando versiones parciales de la realidad. Ni tendenciosas ni falaces, pero sí, simplemente, parciales.

La guerra deja secuelas. Aunque sea en una realidad remota que apenas se conoce. El artículo de Eduardo Galeano que circula en internet en estos días acerca del “exterminio” de palestinos por parte de Israel es sin duda parcial, pero sobre todo es falaz, tendencioso, e ignorante. Por suerte ya hay quienes se han tomado la molestia de contestarlo y refutarlo. Lo que me indigna es la sarta de disparates que publica y sobre todo el uso retórico del lenguaje con el único fin no ya de “agitar las aguas” sino de provocar un “tsunami” de odio irracional. Como si desde su izquierdosa torre de marfil Galeano quisiera provocarlas peores reacciones xenófobas y antisemitas; creo que, efectivamente, es su motivación. Galeano, que es un escritor tramposo cuando pretendidamente escribe acerca de la realidad pero la manipula hasta la mentira para adaptarla a su ideología, es de esos antisemitas que dice: “yo tengo un amigo judío”; dedica su artículo a “sus amigos judíos asesinados por la dictadura que Israel asesoró”. Ya desde su consagratorio libro “Las Venas Abiertas de América Latina” Galeano demuestra como el ensayo puede ser un género tan manipulador y perverso, contando historias que nunca existieron y que son un invento del autor, el uso y abuso de datos y eventos ordenados en forma premeditadamente falsa, pero efectiva.

La guerra deja secuelas. Galeano, que nunca omite poner su foto en libros y artículos porque es un hombre fotogénico y las imágenes venden, es una perla más del largo collar de tergiversación, exageración, mentiras, y antisemitismo que enmarcan el conflicto entre Israel y sus vecinos, especialmente los palestinos. Tanto es así que la guerra civil en Siria, de dimensiones dantescas, no produce el material “literario” ni perversamente “artístico” (si entendemos por “artístico” el ordenamiento de la realidad) que produjo la breve y acotada “batalla” o “guerra” entre Hamas e Israel. También esa guerra (civil) dejará secuelas. El problema es que Galeano es un escritor de best-sellers, un industrial de la literatura, y por tanto muy leído. Su estilo es ameno, efectivo y efectista. Maneja bien los recursos literarios, y apela a la ignorancia de la mayoría de sus lectores a quienes les gusta leer acerca de víctimas porque se identifican con ellas. Si no hay víctimas, Galeano las crea, como si fueran personajes de una novela. Pero los personajes en las buenas novelas son un poco más complejos que lo que Galeano propone.

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