Lecturas

En el pasado Shabat leímos en la Torá “Jaiei Sará” (Vida de Sara). En la medida que voy cada viernes por la noche a nuestra sinagoga y escucho la prédica del rabino vuelvo a asombrarme ante el ritmo vertiginoso de la narrativa bíblica que avanza y se introduce nuevamente en nuestra historia fundacional. Vuelvo a escuchar acerca de las mismas historias que aprendí de niño en la escuela, por entonces muy abreviadas y con algún comentario de Rashi al costado, como si no se pudiera leer la Torá sin la ayuda de Rashi. Son esas historias las que quedaron impregnadas en mi memoria para siempre. Si bien no soy un profundo conocedor de la Torá, puedo jactarme de conocer las historias y los personajes con cierto detalle, aunque tal vez sin erudición. Sé contar el cuento, contar la historia.

Los dos primeros libros de la Torá son una novela fascinante, aunque el género no existía cuando el texto tomó su forma definitiva. La necesidad de contar historias, consecuencia de nuestra capacidad de generar lenguajes (desde el episodio de la Torre de Babel hasta los lenguajes informáticos), tiene en esta literatura temprana formas y recursos tan sofisticados como efectivos. No en vano las seguimos leyendo hasta nuestros días. Es más: nuestro judaísmo está definido por nuestra lectura del texto, la Torá en su concepto más amplio. Es irrelevante si uno mismo es quien lee, pero no cabe duda que alguien (en realidad, millones a lo largo de generaciones) siempre esta leyendo; mientras nos sintamos parte de esa narrativa, siempre algo llegará a nuestros oídos y sumará a nuestra propia y personal percepción de lo judío. Ya sea que escuchemos a los rabinos, o que militantemente nos neguemos a escucharlos y prefiramos leer crítica bíblica o textos antropológicos, en definitiva siempre estamos revoloteando alrededor de estas historias fundacionales, breves, complejas,  y sumamente profundas, casi esenciales.

En estos primeros dos libros de la Torá, Génesis y Éxodo, libros acerca de familia y pueblo respectivamente tal como los define Donniel Hartman, nos encontramos con estos personajes tan complejos como imperfectos, tan contradictorios como idealistas. En suma, tan humanos. No hay nada más humanista que esos personajes a quienes llamamos nuestros patriarcas y matriarcas, nuestro “maestro” (Moshé). Algunos son tan complejos y pasibles de cuestionamiento que no reciben un “título” siquiera: Iosef, Arón. Sin embargo, todos ellos constituyen un panteón no de dioses sino de personas o personajes que nos definen hasta hoy en día, que definen nuestro rol en el mundo y entre las naciones, que son la esencia de nuestro carácter y forma de ser y ver el mundo. En otras palabras: nuestra narrativa fundacional nos define más como una aspiración que como un ideal. El resto está en nuestras manos.

Ya hemos hecho referencia en otras oportunidades a la incomodidad que ciertos textos producen en muchos judíos y por supuesto en muchos más que no lo son. Textos que hablan acerca de promesas y elecciones, designios grandiosos y visiones de dominio. Los sueños del Iosef adolescente son de por sí bastante perturbadores.  Los castigos divinos cuando enfrentamos a nuestros enemigos, llámense Egipto o Amalec, son, por decirlo suavemente, terribles. Pero son parte de nuestra narrativa y nuestra tarea es convivir con ellos, cuestionarlos o no, tomarlos como modelo de lo que aspiramos o de lo que no aspiramos. La construcción rabínica sobre la frase bíblica de que la Torá, el texto, está en nuestras manos y “no en el cielo” habilitó muy temprano la posibilidad de crecimiento no sólo espiritual sino ético y moral. La liberación del yugo del Templo de Jerusalém, de los sacrificios, incluso de la geografía después del exilio definitivo en los siglos I y II de nuestra era, habilitaron una lectura más selectiva y potente, más autocrítica y constructiva. Si hubiésemos permanecido en una etapa de centralismo y autoridad dogmática, probablemente la historia hubiera sido muy diferente. Por más que siempre surgen y han surgido portadores de la concepción dogmática, siempre han surgido también las voces que ofrecen la visión alternativa.

Por eso este último viernes, cuando me encontré nuevamente con la muerte de Abraham y Sara, cuando comienza a gestarse la familia de su hijo Itzjak, tuve una sensación de “dejá-vu”, de historia conocida largamente. Simultáneamente, me invadió una sensación de bienestar, de saber que ciertas cosas van a volver una y otra vez aunque mientras tanto yo madure y envejezca, mis hijos crezcan, y cada año el mismo texto nos contará matices diferentes, apelará otras sensibilidades, y nos dará la sensación de que, si bien el tiempo pasa, tiene un sentido que se renueva cada momento en que pensemos en él. Shabat parece ser un buen momento para pensar y renovar.


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