Viajar

Que el mundo es ancho y ajeno lo sabemos desde que Ciro Alegría acuñó la frase y tituló su novela en los años cuarenta; que el mundo es plano lo sabemos desde que Thomas Friedman acuñó el término y tituló su ensayo en la pasada década; que el mundo se ha achicado lo sabemos también, entre otros por Mario Benedetti quien pone en boca de Ramón Budiño, en “Gracias por el fuego”, un cliché que por aquellos años cincuenta daba que pensar: demora menos horas llegar a Europa en avión que días en barco. Que el mundo es étnico y variopinto lo sabemos desde el desenlace de la historia de Babel y el Diluvio Universal en la Biblia. De modo que, y siguiendo con el juego de los clichés, no hay nada nuevo bajo el sol: a la vez que el mundo se hace más accesible, la movilidad mayor, y las comunicaciones más veloces, al punto de desafiar el factor tiempo, parecería que todo tiende a convertirse en una unidad. Basta con viajar para darse cuenta que el mundo sigue siendo esencialmente diverso y étnico. Por tanto, podrá variar la tecnología, la accesibilidad, y todos esos términos sofisticados y vigorizantes, que nos hacen percibirnos como una especie cada vez más superior y omnipotente. Sin embargo, cuando salimos de la comarca descubrimos la riqueza étnica que nos ofrecen nuestros semejantes, las incontables e infinitas mixturas de colores, rasgos, e idiomas.

Uruguay es un país homogéneo: en su población, en su geografía, en su clima. Quienes crecimos en Uruguay no somos naturalmente sensibles a la diversidad. Como ya ha sido largamente explicado por muchos, tendemos a igualar todo; en lo posible, hacia abajo. La mediocridad es nuestro ideal. Por eso antes de avanzar con ideas o proyectos debemos “dar la discusión”, debemos homogeneizarla, pasteurizarla si se quiere; que sea para todos. Después de todo, somos un país pequeño, un puñado de habitantes en busca de una identidad colectiva y uniforme: Artigas, o la Selección Nacional.

Israel en sus orígenes tuvo un tinte homogeneizante con el dominio de los padres fundadores provenientes de Europa Oriental. La marea de la historia, sin embargo, barrió con todo aquello para convertir a Israel en un país tan diverso como complejo. Por ser un Estado Judío, hay una necesidad de una cierta uniformidad de criterios en lo que hace a los espacios públicos, las minorías, y en especial, las diversas formas, etnias y credos de la mayoría, los judíos. Junto con las amenazas externas, que son viejas conocidas, existe este otro desafío interno, mucho menos conocido. O tal vez sí, pero si nos remontamos a épocas muy pretéritas, al comienzo de nuestra era. El judaísmo que Los Rabinos o Los Sabios uniformizaron se está fraccionando en forma inexorable.

Para albergar la diversidad se precisa de factores objetivos y subjetivos. Estos últimos son el deseo de hacerlo, el convencimiento de que la diversidad es el camino natural del hombre. Los factores objetivos tienen que ver con tiempo y espacio. Construir diversidad lleva años y sacrificios, procesos dolorosos. También supone espacio, porque los diversos quieren vivir con sus semejantes. En algún punto de la geografía, yo debo estar entre los míos. La diversidad también tiene un límite. Así, barrios se convierten en guettos espontáneos. Cruzar una calle puede suponer pasar de un mundo a otro.

Viajar nos da una sensación de vastedad a la vez que nos remite a un espacio casi puntual único, personal, e intransferible. Viajar nos da humildad, ya sea en el asiento de un avión en vuelo o en la soledad de un aeropuerto. El mundo es grande, nosotros pequeños; el mundo es diverso, nosotros somos uno. El tiempo y el espacio se confunden. Nos despertamos y no sabemos dónde estamos. Pero ciertamente, sabemos que estamos.


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