"Tishrei" (palabras pronunciadas en el 1er día de Rosh Hashaná en la NCI de Montevideo)

Este es un momento muy especial: entre la lectura de la Torá y el toque del Shofar. Como si nos tomáramos un respiro entre una experiencia de tipo intelectual y otra de tipo sensorial. Como esa hora entre “dos soles” de la que habla nuestra liturgia, una hora que supone una suerte de “suspensión”.

En este primer día de Rosh Hashaná nuestros sabios, de bendita memoria, o como dicen algunos, “los rabinos”, eligieron dos textos que tratan acerca del deseo, la concepción, y el nacimiento de hijos: en el Pentateuco leemos acerca de nuestro patriarca Isaac, mientras que como Haftará leemos acerca del profeta Samuel.

Por eso quiero dedicar estas palabras a los hijos. A mis hijos, a todos los hijos. Todos somos hijos.

Rosh Hashaná conmemora el día la creación del hombre. Sin embargo, los textos que leemos no refieren a ese hombre genérico que fue Adam, sino a nombres propios: un tal Isaac, un tal Samuel. Como si fueran vecinos o parientes cercanos.

Ambos nacen en un contexto poco probable o propicio; las condiciones no estaban dadas, y sin embargo, mediante una sutil síntesis entre lo natural y lo sobrenatural, ambos ven la luz y se convierten en estos protagonistas cuyas historias todos conocemos: Isaac como eslabón entre la promesa hecha por dios a Abraham y la concreción de la misma en Iaacov; y Samuel como líder espiritual pero sobre todo político en la transición del tiempo de los Jueces al tiempo de los Reyes.

Como este momento tan especial, ellos son figuras bisagra, nos llevan de un lugar a otro, de un momento a otro. Como estos diez días entre Rosh Hashaná y Iom Kipur que se suspenden y nos llevan de un tiempo a otro.

En este día leemos solamente acerca del nacimiento. El texto no ignora la causa natural de la concepción y el nacimiento, vale decir, la existencia de un hombre y una mujer; pero sobrevuela una presencia inasible, un cierto nivel donde la naturaleza no es suficiente. Hay algo más. Dios interviene para que estos personajes sean posibles porque en el orden natural de los acontecimientos, era poco probable que sucediera.

Este tiempo entre la lectura y el toque del shofar, este tiempo que iniciamos con el mes de Tishrei, es un poco eso: un tiempo en que sabemos que la vida se desarrolla en su curso natural, pero tenemos noción de que hay algo más. En estos días nuestro calendario nos desafía a trascender. No digo que podamos hacerlo. Digo que tenemos una noción de lo trascendente. No es poco.

En Rosh Hashaná venimos a la sinagoga a “ver” la voz del shofar. Nada nos cautiva más que ese sonido único, profundo, ancestral, que nos congrega cada año. Como dice la Torá en Exodo (20:18), justo después de los diez mandamientos, “y todo el pueblo ve las voces y las antorchas y la voz del shofar y el eco humeante”.

 “Ver” un sonido es como si todos los sentidos fueran uno solo. Como si un nacimiento fuera tanto el acto como el milagro de nacer. Todos conocemos la mecánica biológica de una concepción y un nacimiento; sin embargo, cada vez que niño nace es una suerte de milagro. La mitzvah es escuchar el shofar, pero todos queremos estar cerca y ver: “ver las voces”.

Existen múltiples razones para la elección de las lecturas de estas fechas. En este beit hakneset las voces son múltiples. Hasta aquí elegí compartir una lectura tipo “experiencia mística”. Parafraseando a Mija Goodman del Instituto Hartman de Ierushalaim, estos días culminantes de nuestra tradición nos ubican frente a la vida, la creación, tratando de atemperar nuestra arrogancia y veleidades de poder. Experimentar la noción de milagro implícita en las historias que leímos, o experimentar la voz del shofar, son actos que nos sensibilizan y nos ubican en nuestra verdadera dimensión.

Si dejamos de lado la lectura mística para concentramos en nuestras vidas y nuestros hijos, en los valores que queremos transmitirles y preservar, este primer día del año no puede ser más literal. 

Dice en el Pirkei Avot: "Moshé recibió la Torá de Sinai y la transmitió a Iehoshúa, Iehoshua a los Ancianos; los Ancianos a los Profetas; y los Profetas a los Hombres de la Gran Asamblea". Así, generación a generación, ha llegado hasta nosotros. Hoy. Aquí y ahora.

Una vez más estamos ante el acto de escuchar. Nuestra tradición es un cuento, una historia, o como me gusta llamarla, una narrativa. El día que dejamos de contarla, muere con nosotros.

En este primer día leemos, escuchamos, acerca de los hijos. Los relatos están lejos de la idealización. Como dice el historiador Paul Johnson en su “Historia de los Judíos”, la risa de Sara resuena hasta nuestros días: la ironía de ser madre a la vejez. O Jana, que da a luz un hijo para consagrarlo al culto. O la historia de Ismael, el “otro” hijo, donde se genera un conflicto de proporciones éticas no sólo complejas sino actuales y vigentes. Ser judío es contar la historia a las generaciones que nos siguen y saber escucharla de las que nos antecedieron. El desafío adicional, a mi entender, es contar la historia en toda su complejidad y riqueza, no como una suerte de cuento de hadas. En el judaísmo no hay hadas.

Comunidad, esto que venimos construyendo hace ya muchos años, es lo que escuchamos hoy: el milagro de dar a luz; contar los cuentos a nuestros hijos; contarnos las historias unos a otros; escuchar juntos el shofar.

Comunidad es el espacio donde podemos dar rienda suelta a nuestra capacidad de reflexión y asombro, donde podamos asomarnos a esos rincones o abismos insondables por los que todos alguna vez pasamos.

Ser comunidad es una experiencia religiosa en el sentido que nos vincula, nos vuelve a conectar.

Los días que comenzamos a transitar hoy juntos son una nueva oportunidad de sensibilizarnos, recordar, construir, y sentirnos parte. En el llanto de esos niños, Isaac y Samuel, que alguna vez lloraron por primera vez, aunque la Torá no lo cuente, en este shofar que escucharemos en unos minutos, tal vez podamos entendernos un poco más nosotros mismos.

Shana tova.


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