Elul III

El humor de Alejandra Abulafia es buen humor porque es profundo. No se concentra en la mera anécdota sino que nos dispara hacia niveles más sensibles de nuestra lectura. Por eso la nota “Rosh Hashaná” (http://www.tumeser.com/-/2-judios-3-opiniones/1211-rosh-hashana), con su contraste entre lo costumbrista y lo ancestral me llevó a reflexiones que tal vez valga la pena compartir. Está claro que de la mesa festiva al toque de Shofar hay una gran distancia; una cosa es intercambio de recetas, discusiones familiares, y largas sobremesas, y una muy otra es el silencio casi sepulcral que precede y acompaña el toque del Shofar en la sinagoga. Cuando Alejandra Abulafia nos cuenta acerca de esta experiencia el humor queda relegado a otro lugar para dar entrada a emociones más solemnes. Tal vez el contraste entre una y otra experiencia realza aun más el significado de cada una.

El único precepto acerca de Rosh Hashaná es escuchar el toque del Shofar de acuerdo a cierto orden y ritual. El resto es costumbre. Probablemente el toque del Shofar sea de las muy pocas cosas que permanecen incambiadas más allá de dónde a uno le toque escucharlo. Ya sea una sinagoga conservadora u ortodoxa, igualitaria o no, el toque del Shofar será el mismo y en la misma forma. Las oraciones de rezo o plegarias, la “tfilá”, sufre algunas variaciones; si asistimos a una sinagoga que no nos es familiar probablemente nos cueste reconocer la “tfilá”. Las variaciones pueden ser melódicas, de forma, incluso de contenido. El toque del Shofar, sin embargo, permanece incambiado: alguien va pautando el orden de los sonidos y el “baal tokea” los ejecuta. Los demás callamos y escuchamos. Es simple y contundente.

El judaísmo ha preservado una riquísima y variada tradición, pero con especial celo ha guardado casi inmutables algunos ritos puntuales. La circuncisión y el entierro son un ejemplo claro de tradiciones milenarias e incambiadas. Ambas tienen su origen mítico (narrado) en nuestro patriarca Abraham, que se circuncidó para señalar el pacto entre su pueblo y dios, y que enterró a su esposa Sara de cierta manera, con una piedra marcando la tumba. De hecho, el Shofar también aparece en las historias de Abraham como una suerte de metonimia, cuando simboliza al carnero sacrificado en lugar de Isaac. Por tanto, no sólo leemos acerca de Abraham y su hijo Isaac en los servicios religiosos de Rosh Hashaná, sino que escuchamos el Shofar; si por algún motivo se nos escapa la lectura, difícilmente se nos “pase” el toque del Shofar.

Cuando Alejandra Abulafia pone a un costado el humor para dar lugar al toque del Shofar nos remite precisamente a esa solemnidad milenaria y casi sobrecogedora. Tal vez sea en ese momento que sentimos, aunque no necesariamente captemos ni entendamos, la profunda dimensión de nuestra tradición. Por algo todos queremos estar allí, ya sea en Rosh Hashaná o al final de Iom Kipur. Nos apela lo primitivo, lo básico, lo ancestral. Es un acto simple, contundente, breve, casi una epifanía del ser judío. Cuando en la vorágine del lado familiar y social que supone cualquier festividad podemos darnos el tiempo este tipo de experiencia estamos asomándonos a una dimensión humana bastante más compleja que decidir dónde y qué comemos. Cualquier festejo es razón para reunir a familia y amigos; una festividad, en el marco de cualquier tradición, nos remite a sentidos ancestrales. No por ser tales dejan de ser nuestros.


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