Elul

A tres semanas de comenzar una vez más el período tal vez más intenso del calendario hebreo me pregunto, como lo hago últimamente, cómo he llegado hasta aquí. Qué caminos he recorrido, qué desvíos, curvas, atajos, me han conducido hasta estos días piadosos o terribles o, como prefiero llamarlos, introspectivos. Si de perdones se trata, qué quisiera que se me perdonara este año; si de ser inscriptos en el libro de la vida se trata, cuál es el propósito de esta rúbrica. Como bien decimos en el otro gran momento culminante de nuestra tradición, qué ha cambiado este año de todos los años. Como bien contesta la compositora y cantante Java Alberstein en su versión del Jad Gadiá, “yo he cambiado este año.” Si no reconocemos este cambio de un año a otro, poco sentido tiene embarcarnos en diez días de “retorno” o “respuestas” o “reconciliación”. Después de todo, se trata de ajustar los desajustes y darnos una oportunidad de un nuevo comienzo: un nuevo año.

Crecí en un hogar sionista y secular (para usar un término en boga hoy). La religión y las tradiciones las conocí por mis abuelos maternos que eran profunda y estrictamente religiosos. Pertenecían al “ala dura” de la NCI de entonces que rezaba en la pequeña sinagoga de la calle San Salvador en Montevideo. Mi maestro de bar-mitzvá fue Fritz Neumann (z”l). Mi bar-mitzvá fue en esa misma sinagoga de la calle San Salvador. Aun más: mis primeros recuerdos de un Séder de Pésaj fueron en el Hogar de Padres de la NCI donde mis abuelos activaban, y donde luego vivieron. Siempre tuve dificultades para reconciliar mi hogar puramente sionista y hebraizado con esa tradición estricta e ininteligible de mis abuelos. Así, deambulaba por las sinagogas durante Rosh Hashaná y Iom Kipur en busca no sé bien de qué; socializaba un poco, me encontraba con gente, y trataba de terminar el día con mi tío Max, nuevamente en San Salvador. Mis ayunos de entonces eran verdaderos suplicios sin sentido. Nadie me explicaba nada. Seguramente, yo tampoco quería saber demasiado. Sólo sentía que había que estar allí para formar parte.

Mis elecciones en la vida me dieron la oportunidad de ir encontrando sentido y formas de vivir todo aquello pero ejerciendo mi libre albedrío. Formar una familia implica tomar del inventario de opciones que tenemos aquellas que elegimos libremente o en forma consensuada con nuestra pareja y más adelante con nuestros hijos. La ventaja de no tener tradiciones arraigadas es que uno no queda prisionero de las mismas, sino que puede ir armando su propio rompecabezas de esto que es vivir como judío. Si bien cada vez que escucho el Kol Nidre recuerdo la cálida y trémula voz del “moré Neumann” (z”l), es en el marco del espacio que comunitariamente pudimos construir que le encuentro sentido.

Como judíos nunca estaremos libres de contradicciones y una cierta incomodidad. Pero con el paso del tiempo podemos ir acomodando el cuerpo, encontrando zonas de confort no para que nos aletarguen y adormezcan, sino para que desde ellas podamos ejercitar nuestra sensibilidad. En el plano personal, no todos los años estamos en un mismo lugar, aunque ocupemos el mismo asiento en una sinagoga. Tal vez por eso a la mayoría le sea tan importante mantener “su” lugar, o el lugar que ocupó su padre, o su abuelo: un cierto anclaje en el devenir de la vida. La semana pasada nos referíamos a la importancia de contar con opciones para ir a una sinagoga. Nuestra tradición habilita estos espacios para que nuestras circunstancias personales las vivamos comunitariamente. La idea del grupo como elemento de contención del individuo, en términos terapéuticos y de apoyo, sugestivos y contenedores, es tan antigua como nuestra tradición.

Encontrar nuestro “grupo” de pertenencia, nuestro espacio, nuestro “lugar” puede leerse como el cierre de una etapa, de un camino. No sólo el entorno nos cobija sino que cada uno de nosotros puede extender un manto sobre el prójimo, “la sucá de la paz”. Sin escapar del concepto de fragilidad que da una sucá, podemos reconocer que, al menos por este año, hemos llegado hasta aquí, y aquí es donde encontraremos nuestro espacio y nuestro tiempo. El año próximo, ¿en Ierushalaim? Será otro Iom Kipur. Nosotros seguramente seremos otros también, del mismo modo que fuimos otro en aquella sinagoga de la calle San Salvador. Mientras tanto, vayamos ejercitando el toque del Shofar.


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