Sinagogas

Alguna vez leí en un sitio web sobre conversiones al judaísmo que uno es tan judío como la comunidad en la que (o a la que) se convierte; dicho esto tanto en referencia a los reconocimientos mutuos entre corrientes o denominaciones como a los ritos, usos, costumbres e ideologías que constituyen cada comunidad o grupo de comunidades. En realidad, constituía una suerte de “advertencia” previa al inicio de cualquier proceso de conversión acerca de qué esperar y qué no al final del mismo, si finalmente se concretaba. La frase me quedó resonando mucho tiempo no sólo en referencia a conversiones, sino en referencia a ser judío en general. Uno es tan judío como la comunidad a la que pertenece. Tan judío como la sinagoga en que reza. Tan judío como la sinagoga en que no reza.

Todo autor consciente sabe que su obra adquiere verdadera dimensión significativa cuando llega a manos del lector. Como dijo Umberto Eco, hay tantos libros como lectores; el texto es uno pero las lecturas diversas. Cuando uno asiste por circunstancias de la vida a sinagogas en las que no reza puede sentir personalmente la ambigüedad de reconocer un texto pero que éste no le signifique. El mismo texto en otro contexto adquiere significado. Así sucede para cada uno de nosotros. Del mismo modo, más allá de los textos escritos como las plegarias o las prédicas, hay textos culturales que sentimos propios o ajenos: vestimenta, distribución del mobiliario, estructura edilicia, entonaciones, movimientos del cuerpo, formas de contacto entre la gente.

Si durante todo el año la oferta religiosa en Montevideo es básicamente restringida, cuando llega este período del año comienzan a desperezarse alguna decena o docena de opciones y alternativas respecto a nuestro sentido de pertenencia, de “ser” en función de dónde elegimos “estar”. Muchos sostienen durante todo el año un espacio físico donde reencontrarse, a veces sólo en Iom Kipur, para  sentir en ese lugar y momento su judaísmo más profundo y arraigado, más emotivo y conmovedor. Generalmente, es la comunidad en que nacimos, a las que nos traían nuestros padres de niños.

Si nuestro camino ha sido de desarraigo y alejamiento, si las sinagogas como espacios de rezo han perdido significación para nosotros, tal vez elijamos algunas de las instancias menos “religiosas”, como los “Debates” de Iom Kipur. Aun en esos casos, hay gente que ha hecho de esos espacios seculares su opción durante estas fechas. Sea como sea, todos queremos pertenecer en algún lado: esa es nuestra forma de ser judíos. No sería temerario decir que elegir no estar en ningún espacio sea una forma bastante segura de iniciar un camino de alejamiento cierto, lento, pero seguramente exitoso: en una generación podemos dejar de ser aquello que fuimos durante generaciones.

Que una comunidad tan pequeña como la montevideana mantenga todavía tantas opciones es uno de los signos de su vitalidad. Sucede lo mismo con los movimientos juveniles sionistas, y hasta hace no tanto sucedía con las escuelas judías: aun cuando prevalece un discurso que entiende el judaísmo como “uno”, uniforme y rígidamente normado, de hecho existe un fértil terreno de opciones. Si estas opciones son sociológica, demográfica, y económicamente viables es otro tema, pero allí están; la mayoría de las veces sostenidas por los esfuerzos quijotescos de unos pocos.

La vieja costumbre de recorrer sinagogas durante Rosh Hashaná y Iom Kipur tal vez esté perimida o en desuso, pero ciertamente nos daba la pauta de la rica variedad de nuestra comunidad. En barrios donde ya no viven judíos vuelven a abrir sinagogas donde algunos se sienten en casa, en sereno contacto con su pasado, sus progenitores, su tradición más íntima y personal. Por eso cuando voy a una sinagoga donde no rezo habitualmente celebro tener la mía, mi espacio, donde yo elijo ser judío. Más aun: celebro que cada cual desee encontrar su espacio y su tiempo.

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