Tisha B'eav

Ser judío supone haber nacido como tal (sin entrar en consideraciones de madre o padre judío) o haber elegido serlo. En el segundo caso la incorporación al pueblo judío supone un compromiso y un estudio: “no hagas al prójimo lo que no quieras que te hagan a ti; el resto es comentario, ve y estudia” (Talmud: Tratado de Shabat 31a). En el primer caso podemos reconocer que el precepto moral se cumple como parte de nuestra educación; la gran pregunta es si cumplimos con el precepto de estudiar. Precepto no como mandato divino sino como simple curiosidad: saber qué y por qué somos lo que somos y cómo eso que somos ha moldeado nuestras vidas. Si la famosa frase de Hilel responde a la pregunta “¿qué es el judaísmo?”, bien puede responder a una pregunta más amplia: “qué es la vida, qué es vivir”. Después de todo, el judaísmo no es más (ni menos) que una respuesta a cómo y para qué vivimos. Por cierto no la única, pero sí la que algunos eligen y otros adoptan por herencia. La propuesta es por un lado ética, de la conducta; y por otro lado es acerca del desarrollo intelectual.

Las grandes diferencias entre las diversas corrientes del judaísmo hoy en día pueden, generalmente, resumirse en algunos aspectos medulares. Una de las grandes diferencias entre las corrientes ultra ortodoxas y el resto del pueblo de Israel es la resistencia de los primeros a estudiar otras materias que no sean Torá (por Torá se entiende todo el cuerpo de textos religiosos judíos). Visto desde nuestro lado del arco iris, tal vez podamos decir que nuestra resistencia es, precisamente, a estudiar Torá. Tal vez sea porque esa instrucción venga casi exclusivamente de maestros religiosos, e incluya predicamentos de conducta y preceptos a los que muchos de nosotros no estamos dispuestos a adherirnos. En otras palabras, el judaísmo queda en mano de “los religiosos” y por rechazo se produce una brecha en la que, quienes quedamos del lado de enfrente, perdemos rotundamente. Por ignorancia. Seamos muy cultos o muy ignorantes en cultura general y humanista, somos sin duda ignorantes en la materia que funda aquello que somos y por lo cual celebramos y conservamos algunas tradiciones y ritos. Sin bien hay un valor importantísimo en la vivencia (la acción), ésta cobra mayor sentido si aprendemos cuál es dicho sentido. La profundización del conocimiento profundiza la experiencia.

Quien esto escribe es un buen ejemplo de un judaísmo moral y ético carente de conocimientos formales. Educado en un hogar sionista y hebraico, en una escuela en consecuencia, y en un movimiento juvenil sionista, jamás pude conciliar mi ser judío con el ayuno al que me obligué durante años en Iom Kipur. Mi identidad y experiencia como judío nunca entraron en cuestión. Siempre supe qué era y qué no era. Recién ahora, al borde de mis cincuenta y cinco años, puedo empezar a vislumbrar una experiencia cuyo sentido la enriquece y fortalece. Mis contradicciones y zonas de incomodidad que me atribulaban en mi juventud, son ahora las que enmarcan mi necesidad no ya de saber en un sentido enciclopédico, sino de apre(he)nder en un sentido un tanto pretencioso, pero por cierto reconfortante.

Este próximo sábado, a la salida del Shabat, no estaré entre los judíos que ayunan por Tishá BeAv, la fecha más luctuosa del calendario hebreo en la cual nuestra tradición ha reunido todas nuestras grandes tragedias nacionales, desde la destrucción del Primer Templo hasta el Atentado en la AMIA en Buenos Aires; no recitaré el Libro de las Lamentaciones. Sin embargo, por primera vez en mi vida he podido empezar a comprender las profundas relaciones que yacen bajo nuestras tradiciones y prácticas, bajo nuestro demandante calendario. El mes de Av que transitamos en estos días conduce indefectiblemente al mes de Elul: de la tragedia y el luto nacional a la esperanza y consolación nacional y colectiva. Así, esta fecha casi anónima y desapercibida, más allá o más acá de la práctica, cobra un sentido y va construyendo un nuevo significado a mi ser judío. Reconozco, como si una niebla estuviera despejándose, la profunda y rica complejidad de la tradición en la que nací, y empiezo a vislumbrar un sentido que probablemente nunca pueda formular, pero ante el cual puedo asombrarme.

Si llegué hasta este punto en mi vida con estas pequeñas epifanías de judaísmo, a través de mi acotado, y no libre de contradicciones, aprendizaje, sólo puedo imaginar cuán rico, complejo, y estimulante es el resto. Ahora puedo sostener mejor un día de Iom Kipur, porque he podido despojarme de sus aspectos mágicos de intercambio de pedidos y perdones y comenzar a entender el día como culminación (no el final) de un proceso permanente de reencuentro y reconciliación. Desde este próximo Iom Kipur y hasta el siguiente el desafío tal vez sea no sólo mayor práctica, que es un asunto personal, sino mayor compromiso y profundidad. Eso es un asunto colectivo.

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