Contraste III: dos ciudades

It was the best of times; it was the worst of times.” Charles Dickens, “A Tale of Two Cities.”

El contraste más obvio y más representativo de Israel es el que existe entre Tel-Aviv y Jerusalem. A diferencia de las historias mínimas o las impresiones personales que tratamos de compartir en las semanas anteriores, en vísperas de nuestro regreso a casa vale la pena detenerse en esta dicotomía que atraviesa Israel de un extremo a otro, pero que se expresa concretamente entre estas dos ciudades unidas por la simbólica y pertinentemente llamada “Ruta 1”. Como en tantos casos en Israel, si el tránsito fluye, en no más de treinta minutos uno cambia de paisaje y clima. Apenas descendido de la zona montañosa en Shaar Hagai se puede contemplar la llanura que se extiende hacia el mar. Son momentos breves y únicos de captación y comprensión de las historias bíblicas, de la dimensión de los espacios y geografías de esta tierra; pero el intenso tráfico obliga a avanzar.

El contraste más obvio entre ambas ciudades es que una está en la montaña a ochocientos metros de altura mientras la otra esta en el llano, más concretamente sobre las extensas dunas de la costa mediterránea de Israel. Por tanto, el clima es radicalmente distinto: Jerusalem es muy disfrutable en verano y muy difícil en invierno, mientras que Tel-Aviv es al revés: su verano es intenso, húmedo, y constante, y su invierno se atempera por la presencia del mar; Jerusalem en verano nos ofrece cada tarde el alivio de la brisa y la baja de la temperatura a niveles de confort casi perfectos, difíciles de igualar por la tecnología (A/C); Tel-Aviv no da tregua.

Geográficamente, Jerusalem ha ido creciendo sobre los montes que la rodean y desde todos lados las vistas resultan magníficas. Siempre hay una montaña enfrente con sus barrios, y un poco más abajo autopistas que unen los diferentes puntos de la ciudad. Es una ciudad compleja de comprender, con un desarrollo urbanístico muy idiosincrático donde un error puede llevarnos bien lejos de nuestro destino en pocos minutos. Es una ciudad donde confiar en un GPS es tan importante como confiar en dios. Tel-Aviv, aunque está lejos de la  planificación tipo “damero” a la que estamos acostumbrados en Sudamérica, tiene una lógica un poco más coherente y muchas más alternativas para llegar a los mismos lugares. Hay algo más racional en Tel-Aviv, mientras que Jersusalem, irónicamente, es una búsqueda permanente, una suerte de laberinto que simboliza los sinuosos y tortuosos conflictos que la caracterizan.

Tel-Aviv es una ciudad diversa. Extendida hacia todas las direcciones posibles se ha convertido en una gran metrópoli. Su arquitectura ya es motivo de culto aunque la ciudad tiene poco más de cien años, y su evolución desde proyectos de tipo económico a las lujosas torres de hoy es notoria. Es la ciudad de la noche, la bohemia, el arte, la gastronomía, y el espectáculo, aunque en esto último Jerusalem no le va en zaga. Jerusalem es la ciudad de las grandes instituciones judías y del Estado, la ciudad de los grandes museos nacionales, y la ciudad de la cultura judía por excelencia. Su uniformidad exterior, dada por la característica piedra “de jerusalem”, se asocia con la uniformidad de los hábitos que hacen a su singular población.

Precisamente, un contraste notorio es el de nivel de exposición de la piel. En Jerusalem uno casi no ve gente en pantalón corto, mucho menos mini-faldas o shorts en las mujeres, ni ropa sin mangas, ni cabellos especialmente producidos. Ya sean ortodoxos en todas sus variedades, árabes, o simples ciudadanos de a pie, el atuendo más “jugado” en Jerusalem es un pantalón y camisa; de manga larga en lo posible. Mientras tanto, Tel-Aviv es una ciudad cuyos habitantes están expuestos al sol, deseosos de exhibir(se), una ciudad donde las miradas se cruzan y no se eluden, una ciudad que vive puertas afuera. Sobre todo, Tel-Aviv no duerme: en Shabat tal vez hace una siesta. Jerusalem tiene sus ritmos pautados por el calendario hebreo en forma determinante.

Si uno usara terminología de Jánuca, Tel-Aviv es una ciudad helenizada, de cara al mundo, casi deseosa de lanzarse sobre el Mediterráneo hacia la Europa ancestral y expulsora. Jerusalem parece no querer ceder a los embates del mundo exterior y atesora en su pasado milenario, en sus conflictos, en su compleja geografía, una férrea adhesión a su historia y su esencia. Ambas ciudades son los dos extremos de una suerte de juego de cinchar la cuerda al que se somete no sólo Israel como Estado, sino todo el pueblo judío. En cualquiera de los dos casos existe una profunda sensación de soberanía y libertad para ser lo que somos, o como dice el himno nacional de Israel (“Hatikva”), “ser un pueblo libre en nuestra tierra, la tierra de Sión, Jerusalem”. Cambiar el himno nacional israelí ha sido siempre una opción, tomada más en serio o más en broma. Tal vez esto se dé por este contraste tan marcado y tan próximo entre dos mundos que al final del camino son uno sólo.


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