Contrastes

I.
Llegado a Israel me cuentan de un viejo y querido amigo muy enfermo y hospitalizado. No se trata de uno de los tradicionales y más conocidos centros hospitalarios de Israel, sino de “Reuth”, un centro singular (http://www.reuth.org/). Es un gran y envejecido edificio. Los informes se dan en la garita de la entrada. La eficiencia no condice con la apariencia del lugar: en un instante tenía las instrucciones para llegar hasta mi amigo. No bien traspasado el umbral los enfermos y convalecientes literalmente ocupaban todos los espacios disponibles: jardines, patios, pasillos, salas de espera, y por supuesto, habitaciones.
En una primera impresión, uno que viene de un mundo de gente sana, linda, y trabajadora (léase con ironía), queda sobrecogido al  encontrarse con gente gravemente enferma o inhabilitada, sufriente, inconsciente, aletargada, triste, y en algunos casos moribunda. Hay algo dantesco en el entorno apenas uno cruza el umbral y avanza. Como en los círculos del Infierno, la progresión hacia lo terrible es lógica en la medida que los más graves o imposibilitados están ubicados en las habitaciones más interiores y profundas, con controles más cercanos y próximos. En realidad es una sucesión de ambientes donde se acumulan camas y pacientes, oficinas y enfermeros, máquinas rehabilitadoras y equipamiento de todo tipo, donde el tránsito es permanente. Es allí donde surge el contraste: pasado el primer momento de sobrecogimiento, uno empieza a percibir, en forma profunda y auténtica, una pulsión de vida que sólo se siente en circunstancias de este tipo: cuando vida y calidad de vida son la razón de ser. A diferencia de un hospital tradicional, donde la enfermedad se esconde detrás de las puertas de las habitaciones, aquí el esfuerzo parece ser colectivo, comunitario: todos son enfermos, todos son pasibles de sanación o mejorías, todos son soldados al servicio del proyecto. La vitalidad de la que carecen los enfermos la compensan con creces los profesionales. Por acumulación, por dinámica, por aprovechamiento de los espacios y los recursos, el lugar es un canto a la vida, a pesar de todo. El padecimiento de mi amigo es insoslayable; de hecho, el propósito es regresarlo a su casa funcionando un poco mejor; esa es la situación de la mayoría de quienes están allí. Pero lejos de la depresión asociada (tal vez en el error prejuicioso) a un hospital de tipo público, éste lugar resultó ser una dosis intensa de vitalidad y esperanza.

II.
Lo llamamos “el Café de los argentinos”. Está ubicado en la esquina de Rostchild y Weizman en Kfar Saba, Israel. Mi hijo me pregunta qué le veo a ese lugar. Es cierto; nada tiene que ver con los cafés más tradicionales que son tan característicos de la gastronomía israelí: lugares donde comer un desayuno (huevos, ensalada, quesos, pan, y café), un sándwich, algo dulce, y por supuesto café, siempre café: expreso, expreso doble, “negro”, americano, cortado, helado. Pero el “Café de los argentinos” es mucho menos pretencioso: se trata de una panadería con unas diez mesas en la vereda, bajo dos árboles ya veteranos y algo retorcidos, como crecen acá, tal vez de la primer época de esta ciudad al norte de Tel-Aviv. Por allí transita la gente haciendo compras, mandados, y trámites. Quienes elegimos sentarnos podemos contemplar la más variada fauna humana que el Israel moderno y cosmopolita es capaz de ofrecer en un espacio reducido y con una proximidad casi íntima. A veces se dan atascos como en todo el tránsito israelí, pero en este caso de cochecitos de bebés guiados por muy jóvenes madres u orgullosas abuelas que cuidan a sus nietos; a veces la cola para comprar en la panadería sale hasta la vereda y dificulta el pasaje; entonces, sin demasiada disculpa ni paciencia, el israelí tipo cruza entre las meses. El idioma que más se escucha es el español, en especial el “argentino”, o el “porteño”. También hebreo con un fuerte acento ruso. Y por supuesto, el hebreo tipo “oriental”, ya sea norafricano o yemenita. Nadie se viste especialmente; nadie fija una cita allí; nadie espera privacidad ni tranquilidad; es un lugar de paso; paso, y me quedo un rato; leo el diario; miro a la gente. En un espacio de no más de veinte metros cuadrados el ritmo es vertiginoso y la variedad desafiante. Como diría el entrañable personaje de Quino en la tira “Mafalda”, Felipito, allí no existe la distancia: “¡todo está allí!” Por eso nos gusta el lugar: por su potencial condensador, por su vivencia intensa, por sus aromas, por su café, por la hospitalidad israelí en su mejor versión, apenas “latinoamericanizada”, lo que la hace eficiente y amable. 

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