Umbrales

¿Cuáles son los umbrales que como judíos no estamos dispuestos a atravesar? ¿Cuáles son los límites que perturban nuestra identidad judía de modo tal que nos movilizan y generan una serie de emociones y sentimientos encontrados? En este sentido la diversidad es enorme, tal vez mucho más grande que en los casos de “halajá”, ley judía, la que nos regula “hacia adentro”; mientras ésta es un consenso alcanzado por un grupo de individuos, una comunidad, el asunto de los umbrales hacia el afuera, hacia la otredad, es estrictamente individual. Nadie puede consensuar los sentimientos de nadie. Hay (o hubo) judíos que no caminaban por una calle llamada San José porque tiene nombre de santo; hay judíos que no entran en iglesias; hay judíos que no tienen vida social fuera del marco judío. Por absurdos y extremos que estos ejemplos parezcan, dan cuenta de sensibilidades exacerbadas, producto tal vez de épocas no tan lejanas de persecución y discriminación. Así como el antisemitismo de hoy puede ser más sutil, sofisticado, reprimido, y por tanto engañoso, nuestros propios sentimientos como judíos hacia aquellos que no forman parte de “nosotros” son pasibles de estar regidos por lo moral y políticamente correcto. A tal punto que muchas veces los límites entre lo judío y lo no judío se hacen confusos.

Personalmente creo en atravesar los umbrales. A diferencia del personaje de Shylock en “El Mercader de Venecia”, yo comeré y beberé con quien sea. "I will buy with you, sell with you, talk with you, walk with you, and so following; but I will not eat with you, drink with you, nor pray with you." (Shakespeare, “El Mercader de Venecia” I, iii, 35-39). A diferencia de Shylock, como judíos liberales y modernos podemos compartir muchos actos fuera del marco de nuestra congregación, y de hecho lo hacemos diariamente; pero creo que resulta bastante más difícil compartir palabras que cuentan otra historia, otra narración. Hablan de lo que no soy. Hablan de lo que como judío decidí no ser. Por eso no estoy dispuesto a rezar: no solamente porque el rezo no constituye para mí una forma de discurso, sino porque precisamente al entenderlo como tal doy un peso semántico muy contundente al uso del lenguaje: un lenguaje que denomino poético y como tal, lenguaje de la connotación por sobre la denotación, lenguaje de lo no dicho por sobre lo meramente enunciado.

Como el patriarca Abraham negocia con dios por la salvación de Sodoma y Gomorra si hubiera tan solo un justo entre todos los que se han desviado, estoy dispuesto a negociar todo en aras de ampliar las fronteras de nuestro ser judío. Cualquier recurso de entre la multiplicidad de recursos con que cuenta nuestra tradición me parece válido, en cualquier circunstancia; celebro la renovación permanente, la re-significación continúa. Pero en el terreno del lenguaje, hay palabras que son nuestras y hay otras que no lo son. Elegimos ser parte de las primeras y no serlo de las otras porque ellas no cuentan nuestra historia, no forman parte de nuestra narrativa. Por eso tenemos nuestros rituales y otros tienen los suyos. Podemos visitarlos, pero no nos sumaremos a ellos. Escuchar no necesariamente significa ser parte; también supone conocer bien las diferencias.

La Torá habla del “extranjero que vive entre nosotros”; en la diáspora nosotros vivimos entre ellos. Son nuestros vecinos, amigos, a veces socios, esposos y esposas, por tanto familia. Estoy convencido que cruzamos los umbrales de ida y de vuelta una y otra vez. Pero hay un límite en el discurso donde me detengo, una palabra que no quiero escuchar como mía, porque no lo es. No es mía la buena nueva ni quiero estar integrado con el universo. El mío es el lenguaje de la acción cotidiana y del valor de cada hombre como responsable por su existencia y la de sus semejantes. Así elijo entender mi vida.

Cuando Jacob y Esau se reencuentran han pasado muchos años (Génesis 33). Ambos nacieron de un mismo vientre, pero son absolutamente distintos: la descripción física refuerza esta idea, por si quedara alguna duda. Debemos deshacernos del temor de Jacob y no temer a nuestro hermano. La fraternidad es buena cosa. Sin embargo, bien sabemos que Jacob recorrió otro camino. Como él, tal vez todos luchemos diariamente con “hombres” que nos confrontan; nosotros mismos confrontados con nuestros temores, fobias, y pasiones. Pasado el sueño (o pesadilla) al otro día vamos al encuentro del hermano. Aunque vengamos del otro lado del río y sigamos otros rumbos.


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