Verbo & praxis

Ella nos distingue de las demás criaturas vivas del universo: la palabra. No sólo nos distingue sino que nos complejiza. A tal punto que inventamos un nuevo lenguaje, el lenguaje metafórico, por el cual intentamos connotar aquello que nos es imposible denotar por su propia naturaleza inasible, abstracta. La metáfora refiere casi siempre a experiencias. La metáfora avanza allí donde el lenguaje concreto no puede llegar, en todo su esplendor científico y empírico. Es más: hay instancias en que un discurso cientificista y empírico debe recurrir a la metáfora; aun cuando el discursante no quiera admitir su desliz “poético”. Como caso humorístico el discurso del personaje de “The Big Bang Theory”, Sheldon Cooper, cuando recurre a otros universos o a situaciones en la vida de sus superhéroes favoritos; no alcanzan las pizarras ni las ecuaciones para explicar ciertas experiencias, debe recurrir a mundos y personajes imaginados. Porque en éste mundo todo es objetivo y verificable.

Sheldon Cooper es un personaje teóricamente brillante, locuaz, enciclopédico, que sin embargo es inútil ante los asuntos cotidianos de la vida. Su capacidad de actuar es muy limitada. Toda la serie trata acerca de la confrontación de mentes brillantes con la vida cotidiana: enfrentar desafíos, enfrentar mujeres, enfrentar situaciones sociales. Sólo un personaje intenta romper el molde “nerd” para normalizarse mediante la acción. Leonard Hofstadter, a través de su relación con la pragmática y terrenal Penny, trata de “actuar” su vida.

La reciente festividad de Shavuot nos enfrenta con este vínculo entre la palabra, el conocimiento, y la praxis, la acción. Seguramente lo que da origen a la tradición de permanecer en vela y estudiar toda la noche, el “midrash” acerca del “tikún leil Shavuot”, tenga más que ver con nuestra capacidad de fijar la atención que con nuestra mayor o menor predisposición a recibir “la palabra”, ley, norma, o instrucción; nuestra “Torá”. El “sueño” que según la leyenda vence a los Hijos de Israel al pie del Monte Sinaí es una metáfora de la tensión pasiva entre la palabra y la realidad. Por eso redoblamos el esfuerzo en vísperas de Shavuot; volvemos a ejercitar en forma activa nuestra capacidad de recepción y comprensión. No basta con recibir la norma o instrucción; es necesario estar en vela intelectual para que esa norma no sea una mera repetición carente de sentido, o que se convierta en un sentido revelado por unos pocos.

Actuar no es sólo una acción. Exige una decisión. Hay un proceso mental por el cual decidimos hacer o no hacer alguna cosa. Cuando la mera suma de palabras se convierte en un enredo estéril estamos cada vez más lejos de actuar. Cuando, en vela, estamos atentos, escuchamos y procesamos, entonces actuar será mucho más sencillo. Infinitamente más satisfactorio. La palabra, como en boca de Sheldon Cooper, puede ser la que nos adormezca ante un conocimiento verdaderamente creativo.

Como la metáfora, la religiosidad es otra forma de conexión con lo incomprensible o inabarcable. Por eso elijo decir que lo divino es una gran metáfora. A imagen y semejanza nuestra la hemos creado para hacer posible la cabal comprensión del mundo y nuestra realidad. Por eso recurrimos a la religión cuando nos vemos ampliamente superados por las circunstancias o cuando estamos en momentos de especial sensibilidad. Incluso nos generamos esos momentos especiales de modo de poder vivir esa epifanía en forma reglada y colectiva. En el caso del judaísmo está claro que no se trata de una mera cuestión de fe sino de una cuestión de acción o conducta. Más allá o más acá de los preceptos, comprender que sólo lo que se actúa en definitiva “es”, es una idea muy judía. Por eso las prédicas de los rabinos tienen ese tono desafiante, a veces injustamente reprochador, hacía un colectivo judío que tiende a “pensarse” judío aunque no “actúe” judío. La cuestión que se plantea es qué es “actuar” judío.

Reconocer la urgencia por la acción es “actuar” judío. Reconocer la tensión casi irreconciliable entre palabra y acción es “actuar” judío; vivir con esa tensión lo es más aun. Pretender que la palabra, aun la “palabra revelada” (sí, la de la Torá, la de Shavuot) nos resuelva todo, nos instruya de forma perfecta, no lo percibo como “actuar” judío. Más bien lo percibo como un actuar dogmático. Cuando se nos dice que en la Torá no sobra ni falta nada prefiero escucharlo como un desafío a encontrar siempre un sentido, y no a tomar literalmente cada cosa allí plasmada. De hecho, todos sabemos que el texto bíblico tiene enormes vacíos que nos desafían permanentemente. Por tanto, cuando entre el verbo y la acción se genera una tensión a la luz de nuestros valores, prefiero que se dispare nuestro mecanismo de duda al mecanismo de la aceptación dogmática.

La historia que nos trae el Talmud llamada “El Horno de Ajnai” (Baba Metzia 59b) resulta especialmente fascinante, y su popularidad lo demuestra, porque detrás de todas las palabras, de toda la magia, incluso más allá de la mismísima palabra de Dios, “ella no está en los cielos” (Deut. 30, 11-13). “Ella” es “LA” palabra. Sin embargo está en nosotros actuarla. La constante cita de esta fuente para fines tan diversos demuestra la maleabilidad de la palabra en función de la realidad. Es una metáfora (“no está en los cielos”) la que finalmente nos da la cabal y profunda sensación de ser dueños de nuestras acciones.

La experiencia de un “tikún leil Shavuot”, una noche en vigilia de estudio, nos vuelve a enfrentar a la palabra. Si bien la palabra, en forma de rezos, sustituyó a los sacrificios, que eran acciones, es la palabra como “Torá”, instrucción, la que cobra sentido: instrucción para un propósito. La palabra nos pertenece, “no está en los cielos”; sólo resta sumar el acto.

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