Vida Comunitaria

A mis compañeros de ruta David Raij y Daniel Fraenkel

Esta semana no puedo ni quiero evitar referirme a un hecho que ocurre en mi vida personal, pero en un espacio que se comparte con otros, que no es familiar en un sentido restringido o amplio, pero tampoco público en un sentido estricto: es el espacio comunitario. El concepto puede aplicarse a cualquier tipo de comunidad: por intereses, por discriminación, por ideología, por identidad sexual, política, o cultural; en este caso me refiero a lo comunitario judío. Aquello que tantos rehúyen y eluden ha sido para mí, junto con algunos queridos compañeros, una forma de vida que esta semana cierra un ciclo. Desconozco cómo sigue la historia. Hay un compromiso de apoyo y transmisión a quienes asumen ahora sus responsabilidades; pero sobre todo hay una sensación de deber cumplido, de cierto agotamiento ante los desafíos cotidianos, y una sensación casi intuitiva de que otros deben asumir el liderazgo y seguir escribiendo la historia de la comunidad. Por otro lado, siempre quedan proyectos no realizados, sueños y fantasías apenas esbozadas, y el satisfactorio cosquilleo de saberse útil y poder incidir en la vida de nuestros semejantes, como una suerte de ego sublimado a través de la acción comunitaria.

Por un lado la NCI de Montevideo, que acaba de cumplir setenta y cinco años en 2011, celebra sus elecciones estatutarias. Por otro lado la Escuela Integral de Montevideo celebra este año sus cincuenta años. A ambas instituciones me ata un vínculo fundacional, por el cual no hay mérito, y un vínculo personal, generado por el involucramiento propio y directo. La NCI fue siempre la comunidad de mis abuelos y fue mi formación judía religiosa durante mi infancia y adolescencia; la Escuela Integral me contó entre sus primeros alumnos en jardín de infantes y fue mi marco de referencia hasta el bachillerato. Sin embargo, uno se “apropia” de estas instituciones, las internaliza, sólo cuando como adulto encuentra en ellas un sentido de vida y propósito. La perspectiva desde una y otra posición es bien diferente: la visión juvenil es parcial, emotiva, crítica o rebelde, o simplemente feliz; la visión adulta involucrada es compleja, tolerante, activa, y generalmente muy plena.

Los problemas de las instituciones judías, en Montevideo o dónde sea, son mayormente inherentes a sí mismas; pero hay un componente adicional en cómo las percibimos, como individuos. Si no “maduramos” comunitariamente hablando seguiremos teniendo una percepción parcial, emotiva, crítica y rebelde, y por momentos, cuando esa institución nos da lo que queremos, feliz. La mayoría de la gente percibe a las instituciones, en este caso las comunidades, de esta forma: dan servicios, deben ser eficientes, y no debería costarnos mucho mantenerlas. No percibir el factor financiero en la vida comunitaria judía es desconocer el meollo de la cuestión: una vida judía intensa, significativa, y relevante depende fundamentalmente de los profesionales que la lideren. Está claro que son los directivos voluntarios quienes contratan a los profesionales, ya sean rabinos, directores comunitarios, directores de juventud. De esta combinación debería surgir una institución con rumbo claro y concreciones tangibles.

Así como este poco pretencioso texto desembocó en aspectos generales de la vida comunitaria, uno tiende a perder la perspectiva de lo que ha significado en su vida más personal, sino íntima. Uno se asoma a este mundo, tan complejo como cualquiera, motivado mayormente por intereses personales y familiares. A veces son de mero trámite y fluyen; pero en otras ocasiones despiertan en nosotros preguntas, curiosidad, simple necesidad de saber, o de hacer saber. Se genera entonces una dinámica riquísima, donde se crean vínculos impensados con gente que hasta entonces apenas conocíamos de vista o por referencia; tenemos la oportunidad de ejercitar la visión compleja y profunda de los temas, en contraste con las actitudes simplistas y superficiales de la charla de café; nos encontramos con los reales problemas de la gente en aspectos muy sensibles de su vida (su identidad judía, nada menos), y nuestro desafío es ofrecer contención, significado, y relevancia. Esta misma dinámica de la que hablamos nos lleva de las historias mínimas a los grandes temas del judaísmo; temas que han ocupado a generaciones de pensadores y dirigentes comunitarios. Cuando estos temas pasan a formar parte de nuestra cotidianeidad seguramente nuestro ser judío habrá cambiado profundamente.

Seguramente la actividad comunitaria también viene a llenar vacíos y necesidades en la vida de las personas. Las motivaciones personales profundas son generalmente las más verdaderas. Pero así como se transforman unas motivaciones en otras más altruistas a lo largo del camino (dicho esto sin ironía alguna), nosotros mismos nos transformamos como individuos y como judíos. Entonces, cuando llegamos al cierre de las etapas, tal vez asome el miedo al nuevo vacío, a la falta de un desafío motivador. O simplemente queramos descansar y disfrutar de los logros obtenidos. Sentirnos parte de aquello que construimos, y agradecer la oportunidad de haber sido parte.

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